domingo, 6 de noviembre de 2011

La hoguera de las vanidades


No he leído La hoguera de las vanidades, pero a su luz me pregunto si las vanidades, tanto como se recrean en el fuego que levantan, son igualmente pasto de él. Estaría bien que fuese así, y que en su pecado estuviese también su penitencia.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La alegría


La tristeza es también una tentación. Asoma un fleco, y uno, sin ganas de apartarlo de un manotazo, deja que se extienda hasta que te ves cubierto por su manto. Unas veces un día húmedo y nublado, otras un vacío del corazón, ponen la primera gota, la cual encuentra respuesta en un algún rincón de nuestro ser, que llama después a otros para que se sumen a la pompa fúnebre. La alegría espera entonces que la pongamos en pie de una manera decidida, sin tardanza.

Una sorpresa


El amor es una sorpresa: te atrapa, te asombra, se regala.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La Celestina

Más que acciones lo que tiene La Celestina son parlamentos. A imagen de ella, gran habladora, son los demás, parlanchines sin descanso, en una historia de escaso acaecer y mucho sentir. La Celestina urde, engaña y seduce valiéndose de gran aparato verbal: teje su telaraña con lengua de víbora parlamentaria.

martes, 1 de noviembre de 2011

Bajo la lluvia


El paraguas es un utensilio decididamente adulto. A los adolescentes y los jóvenes les importa tres pitos mojarse. Su despreocupación frente a la lluvia les confiere un aire cinematográfico, una vez que se cae en la cuenta de que en el cine ocurre otro tanto de lo mismo: si llueve, los protagonistas nunca tienen paraguas, para que todo resulte más dramático, o emocionante. Bien lo sabía Gene Kelly cuando, bajo la lluvia, bailó de lo lindo pasando olímpicamente de su paraguas. Y el beso de Audrey Hepburn y George Peppard, magníficamente empapados en la escena final de Desayuno con diamantes ¿quién sería capaz de cargárselo cubriendo a sus protagonistas con un inoportuno y estúpido paraguas? Ya digo, a la vuelta de los 30, si llueve, un nada cinéfilo paraguas.

Dorian


Me dijo que Dorian, su nombre, no existía antes de que lo inventase Oscar Wilde en su Retrato de Dorian Gray. Era galés, y fuimos amigos durante los cuatro años que coincidimos en el Colegio Mayor de la Ponti (nombre familiar de la Universidad Pontificia), donde estudiaba al igual que yo teología, si bien en su caso con la intención de hacerse sacerdote. Se adivinaba por sus rasgos que no era español. Tenía la piel muy blanca, los ojos azules y una cabeza bastante redonda, en la que faltaba ya la mitad del pelo. Cuando alcanzaba algo de sobrepeso, dejaba de comer pan y patatas unos quince días y volvía a su cintura. A los 19 años se marchó a Francia, donde estuvo un año dando clases de inglés. Después a Egipto, donde permaneció tres años, viviendo también de sus clases. Aquí conoció a un franciscano que le abrió las puertas al catolicismo y le bautizó cuando tenía 23 años. A continuación fue Indonesia el país que lo acogió un largo tiempo, siendo el inglés lo que le siguió dando de comer. Si ahora hago recuento, resulta que hablaba galés, inglés, francés, árabe, indonesio y javanés. Y español, claro, a la perfección. “Y conozco cien palabras checas”, me dijo en una ocasión, aprendidas tal vez cuando trabajó como conductor del camión de una compañía de teatro, yendo y viniendo por los radios de Europa. “En ese mundo están todos locos”, y con sus locuras los dejó el día que decidió marcharse. Y por saber, sabía también tocar el piano y el arpa. Era él el que pulsaba las teclas del órgano en las misas del Hispano (uno de los nombres de nuestro Colegio Mayor). Si no recuerdo mal tenía una hermana que era soprano, no sé si en Gales o en otro punto de Gran Bretaña. También por allí vivía su madre.
Cada amistad tiene su intensidad, su tono, su punto de equilibrio. Tengo la impresión, que sólo entonces tuve a medias, que en punto a necesidad, más era la mía de él que la suya de mí. En cuantos a sus momentos, la ejercíamos sobre todo en el trayecto que hacíamos juntos desde el colegio hasta la biblioteca de la Ponti, después de la siesta, a las 15:45, y los  viernes por la noche, cuando íbamos al cine. Ni su habitación ni la mía fueron casi nunca lugares de encuentro. Sus manos fueron las primeras que acogieron una veta de mi vida y el lugar no pudo ser mejor.
El 30 de junio de 1990, día que puso fin a mi estancia de siete años en Salamanca, nos despedimos en la estación de tren dándonos nuestro último abrazo. Poco supimos después ya el uno del otro, lo que cupo en no mucho más que dos cartas y dos llamadas en los siguientes dos años. Hace ya un tiempo quise saber de él y sólo E. P., de entre mis conocidos, podía tener alguna información. Le escribí y me la pasó, aunque insegura: le sonaba que podía estar en un monasterio de Estados Unidos. “Ya sabes que Dorian, cuando marchaba de un lugar, era de los que no dejan rastro”. ¿Lo sabía?

domingo, 30 de octubre de 2011

La Verdad

La Verdad no necesita el refrendo de nadie pero quiere el amor de todos. No aumenta con el número pero gusta de la salvación. No hace prosélitos sino que suscita hijos. No explota, se expande.

sábado, 29 de octubre de 2011

Hoy


Un hoy es Hoy si está preñado de grandes esperanzas. Las de nuestro tiempo son pequeñas, signadas tantas veces por el egoísmo y el miedo.
Para un cristiano el hoy es la ocasión del amor, sostenido por la fe que viene del ayer y la esperanza que avanza hacia el mañana.

viernes, 28 de octubre de 2011

Días


Los días de verano se viven: estamos fuera. Los de invierno, se contemplan: estamos dentro.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Sin pendiente


El invierno cayó, repentinamente, y la delicia de sentirse atrapado en casa no orilló el desconcierto de su irrupción intempestiva. La falta de transición otoñal nos privó de la suave pendiente que va del verano al invierno, que nos acomoda a lo que viene mientras nos despide de lo que se va. En su lugar, sin nada que salvase el desnivel, el puro abismo en que hemos caído agradecidos y desmañados.

martes, 25 de octubre de 2011

A cada uno su cielo

Vuelvo a lo del cielo de Madrid para decir que es literatura, apunte de poeta y no de astrofísico, cosa buena por tanto, como lo es siempre la literatura si buena es. ¿Y a cuenta de qué todo esto? Pues a que miro el cielo de aquí, en Silleda, y no veo que no tenga él lo que el pasado día 15 observé que tenía el de Madrid. Todo esto no importa nada, obviamente, y no seré yo el que le discuta a nadie que el cielo de Madrid sólo lo tiene Madrid. A cada uno su cielo, y ya está, que buenos son los amores hiperbólicos y lo demás quisquillosidades.

lunes, 24 de octubre de 2011

El acupuntor


De la acupuntura no obtuve los resultados que yo esperaba pero los tres meses que acudí a las sesiones me dieron a conocer a su practicante, que habría hecho las delicias de Trapiello, tantas veces quejoso de su vida rutinaria y goloso de vidas de novela. Lo era la de mi acupuntor. De origen argentino, en el pasado había sido actor. Después, periodista, con varios tramos: en la Gaceta Ilustrada como director (¿o había sido otro el cargo?), con Pedro J. Ramírez no sé si en El Mundo o en algún otro medio, quien le encomendó la sección de la Bolsa, de la que no tenía ni idea al principio aunque supo arreglárselas, y, finalmente, en la dirección de la edición gallega de ¿qué periódico, ahora olvidado? Abandonó asqueado el mundo del periodismo. “No existe el periodismo independiente. Periodistas sí, pero periódicos no. Hay un dueño, un director, un redactor jefe, filtros por los que deben pasar las noticias antes de que lleguen al lector”. Como ejemplo del caos que puede imperar en la redacción de un periódico me contó el caso de un redactor que, tras un infarto, pasó más de un día muerto sobre su mesa sin que nadie se apercibiese de ello. “Aun con todo, es un mundo fascinante”, comentó.
Aborrecía a Aznar, que entonces gobernaba, y admiraba a Felipe González, único político que, junto con Manuel Fraga, había tenido según él visión de estado. Del segundo había sido consejero bufón junto con otros tres que el ex-presidente gallego había contratado para que le espabilasen el oído, muy regalado por todos los que le rodeaban, sin dorarle la píldora ni calentarle los paños. Creo haberle preguntado como se compadecía su izquierdismo con la aceptación de ese cargo. Aquí vuelve a fallarme la memoria. ¿Lo había hecho por razones económicas, dados los pocos duros que en aquella época tenía en el bolsillo?
Hacía quince o veinte años que ejercía la acupuntura, aprendida en China, como lo mostraban las fotos de la sala de espera, en la que había encontrado puerto gustoso y seguro, y tal vez por ello definitivo. Desde el primer día, cuando le conté los motivos que me habían llevado allí,
la química fue inmediata. Era un hombre muy afectuoso. Alguna vez me recibió o despidió con un par de besos.
Su mujer estaba enferma de cáncer, con el que llevaban luchando varios años, pura pasión la primera y dura pasión el segundo.
Nuestro principal tema de conversación, mientras me ponía las agujas, era el cine, amado por los dos, y con el que acaso revivía su antiguo pasado de actor. Él y su mujer veían una película casi todas las noches. Recuerdo la pasión con que hablaba de La escalera de Jacob, de Adrian Lyne.
Pasados tres meses decidí abandonar el tratamiento. Creo que podríamos haber llegado a ser grandes amigos. Hubo después alguna llamada de teléfono, algún email. Han pasado ya nueve años y la única cuestión que me viene a la cabeza es si su mujer, y él, habrán ganado o perdido su batalla contra el cáncer.

viernes, 21 de octubre de 2011

Camerún 22: una muñeca rota

Te encuentras a veces con iconos de la miseria, cuyo golpe apenas puedes resistir. En Yaundé, la capital de Camerún, el día de nuestra llegada, cuando buscábamos desesperados un sitio para desayunar, nos cruzamos con una mujer que estaba sentada en el bordillo de una inexistente acera. Lo que la vestía, harapos muy blancos que a mí me parecieron de papel, le confería un aire de muñeca desastrada. Se aplicaba con diligencia a desparasitar su vello púbico. “Despreciada, desecho de los hombres, mujer de dolores, conocedora de todos los quebrantos”, recito yo ahora al recordarla, “ante quien se vuelve el rostro”. Sí, lo volví, impulsado por una mezcla de asco, impotencia y lástima. Más tarde, cuando volvíamos en dirección contraria por la misma calle, estaba en el otro lado de ésta hurgando en un contenedor. De pie, parecía una hada, pero rota, arrojada en un estercolero. Casi me parece una infamia sacar de ella provecho literario, y escribir aquí, esto.

jueves, 20 de octubre de 2011

Narrar


Narrar es una forma de salvar el mundo, incluso cuando el objetivo de la obra no sea otro que destruirlo o su argumento lo presente como un lugar maldito.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Conde de Xiquena, 7

Todo es más pequeño y estrecho de lo que me imaginaba: la calle Conde de Xiquena, el portal número 7, la plaza de las Salesas. Me acerqué a la puerta sin ninguna intención de timbrar, sólo para ver si figuraba su nombre, y no, no figuraba ni el suyo ni el de ningún otro. Miré hacia arriba; no me acordaba en ese momento si vivía en el tercero o en el cuarto piso. Aquél tenía las puertas cerradas y las persianas bajadas, al contrario que éste. ¿Qué habría hecho si hubiera aparecido Trapiello? Creo que me hubiese dado igual saludarlo que no hacerlo, pienso ahora con indiferencia, si bien pienso igualmente que esta indiferencia mía de ahora no sería tal si, en efecto, lo hubiese saludado. Al lado izquierdo del portal hay una tienda de ropa con el nombre de, vueltas del destino, “Poète”. Cansado, me acerqué a la plaza de las Salesas y allí me apoltroné en un banco, donde me centré en el juego de tres niños con su padre, olvidado ya el viarionovelista leonés.

martes, 18 de octubre de 2011

El cielo de Madrid


¿Hay un cielo de Madrid? Uno lo leyó muchas veces, descreído, pues no me parece que haya un cielo con una tonalidad azul exclusiva de un determinado sitio. Pero de haberlo, después de tantas estancias bajo su techo, creí apreciarlo por primera vez en mi última visita a la capital. Se lo comenté a Alfonso cuando estábamos en la plaza de España, y él, sin ninguna duda a este respecto, lo confirmó alzando los ojos al cielo. “Sí, por supuesto. Fíjate en su intensidad, en el maravilloso contraste con la blancura del Edifico España”. Era cierto, y cierta también la atmósfera purísima que nos inundaba.

La humildad


Un tratado sobre la humildad tendría sus páginas en blanco. Mejor, no tendría ni siquiera un tratado.

miércoles, 12 de octubre de 2011

De esta agua


De esta agua no beberé, dijo. Y se la bebió toda. No contaba con que la vida fuese a ser vida.

domingo, 9 de octubre de 2011

Camerún 21: el calzoncillo

La catedral de Yaundé estaba completamente llena en la misa que había empezado a las doce del mediodía, el 14 de agosto pasado. Llegamos tarde, un poco antes de que se rezara el padrenuestro. En la capital, los allí presentes formaban parte sin duda de la clase media camerunesa. Nos sentamos en la banda derecha, hacia el final de la nave. A mi izquierda, un niño de unos diez años dormitaba, apoyados la cabeza y los brazos en el respaldo del banco delantero. En el mismo banco y al lado del pasillo, un padre, sentado, sostenía a su bebé también dormilón. La media de edad de la comunidad congregada en la catedral rondaría los 35 años. El espíritu joven, sí, es lo que importa, pero ¡qué bien hace ver la carne también joven saturando una iglesia! Dos bancos por delante había un chico con el pantalón vaquero medio bajado, dejando a la vista parte del calzoncillo. Llegada la hora de la comunión, junto con su novia, hermana o lo que fuese, se dirigió a la fila de los que se acercaban a recibirla. Volvieron y se arrodillaron.
Pienso en los de aquí, en los que, dos bancos por delante de mí, no están presentes con sus vaqueros caídos y sus calzoncillos a la vista, arrodillados.

jueves, 6 de octubre de 2011

Marta

¿Debía Marta haberse sentado a los pies de Jesús, como su hermana María? Lo otro, la preparación de la cena, podía esperar. Se pondrían después a ello las dos, Marta y María, acaso también Jesús, echándoles una mano. O podría Marta haberse conducido sin inquietud ni afán, sin envidia ni reproches y, una vez ultimados los preparativos, juntarse con María a los pies del Maestro.
Siempre he sentido una mezcla de simpatía y lástima por Marta. Acaso Jesús, después de lo que testimonian los evangelios, añadió esto otro: “Marta, mujer, relájate un poco y no reprendas a tu hermana. Ven, acompáñanos. Después ya nos pondremos a preparar la cena. Pero ahora venga, contadme. Yo también tengo muchas cosas que contaros”.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Félix innocentia


Tengo intolerancia cero contra el sufrimiento. Lo considero fruto del pecado. A medida que crezco no me veo con mejores mañas para sufrir sino casi al contrario, me noto más vulnerable. Sufrimientos pasados no me han valido para sobrellevar mejor sufrimientos posteriores. De cada vez, partí de cero. En cuanto hijo de Dios me considero hijo de la alegría y la felicidad, en línea rectísima con la de nuestros primeros padres en el paraíso. Me sé de éste, lo gritan mis entrañas cuando me atenaza el dolor: ansío volver a él, que todos volvamos a él para no sufrir ni llorar nunca más.
Hemos hecho, sí, grandes cosas con el sufrimiento, acopiar cantidades ingentes de sabiduría. No quedaba más remedio. De la necesidad, virtud. Pero maldito el pecado que creó esa necesidad de la que hemos sacado virtud. Duro, muy duro, durísimo el peaje. Querría no tener que pagarlo, que nadie tuviese que pagarlo, para llegar a ser sabio, sino que viniese rodado, de suyo, con el puro discernimiento que logra la inocencia. Qué pena que ésta se nos fuese por obra del delito primero que nosotros hemos reafirmado año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio, hasta hoy, hasta mañana, hasta el último futuro. Qué penosas las penas, qué injustas las injusticias, qué horrendos los horrores. Qué hermoso habría sido el color de la encarnación de Jesús en un mundo inocente, sin pecado. Con él, he ahí el color de la hiel, del azote, de la espina, de la cruz. Félix culpa, sí, pero cuánto mejor hubiese sido félix innocentia.

domingo, 2 de octubre de 2011

viernes, 30 de septiembre de 2011

Rápido, fugaz


La estancia de veinte días en Camerún alteró el decurso habitual de mis veranos, llenos de escritura en la mañana y de lectura en la tarde, parsimonioso el día, la hora densa. Me cunden por eso, no pareciéndome nunca cortos, cosa que contrasta con lo que dicen mis compañeros a la vuelta de las vacaciones. El de este año, vacío de concentración y ensueño, fue rápido, fugaz, dejándome el uno de septiembre con la pregunta por él: ¿te tuve, me tuviste?

jueves, 29 de septiembre de 2011

La boticaria


En mis caminatas se suceden las audiciones de cuentos y más cuentos. Una escena del primero que escuché, La boticaria, de Chejov, corto, sencillo, aparentemente trivial, me ronda muchas veces. Ella, la boticaria, contempla desde su habitación con infinita tristeza cómo se alejan los dos militares que poco antes habían estado en la botica, situada en la parte de abajo de la casa, y en la que uno de ellos, al haber dejado entrever cierto interés por ella, la había rescatado de su rutinaria y aburrida vida, llevada en compañía de un marido simplón y roncador. Pero qué poco duró. A través de la ventana, mientras sus anhelos la consumen, los ve marcharse hasta que desaparecen en la noche.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Esos locos


Sería una suerte que el “esos locos bajitos” de Serrat, referido a los niños, encontrase su paralelo en un “esos locos altitos” referido a los adultos. Muchas veces lo somos, altos loquitos que hacen reír sin causar daño, pero otras, muchas otras, no, con locuras que no tienen nada de graciosas y sí mucho de impertinentes, estrambóticas, dañinas, crueles, trágicas. Aquí ya no valen expresiones cariñosas sino un “esos bestias” que nos pone en nuestro lugar.

Mi azar

Mi azar son tus dados, Señor.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Una casa habitable


Arranca en un punto la narración y el gozo de ir descubriendo el mundo hace que no te detengas. Te impulsa el ánimo de crear, de edificar con palabras una casa habitable, no importando otra cosa que lograr que sea verdadera: aquí una mancha de humedad, allí un pasamanos bruñido. Construir moradas, esto es lo que importa.

Saber de sí

Cuando adulto te sabes adulto, cuando joven te sabes joven (aunque menos), cuando adolescente te sabes adolescente (menos todavía), cuando niño, ¿te sabes niño? Crecer es ir teniendo más conciencia de sí, poseerse más, ir sabiendo más de sí mismo. En este punto, mal andan las cosas cuando se hipertrofia o hipotrofia el saber de uno mismo. En buena estrofa hay que andar.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Camerún 20: la invisibilidad

Para el subdirector de la cárcel de Maroua yo fui invisible: en todo momento se dirigió a Ana y sólo ella estuvo presente a sus ojos. No fui digno de recibir ni una sola de sus miradas. Su atención, si me la hubiese prestado, creo que hubiese aliviado mi incomodidad, de la que hablé en esa entrada.
Esta invisibilidad, sin embargo, me valió para comprender la que había sufrido Ana a manos de los curas nativos. Contabilizó hasta cuatro. El cura aquel que cenó con nosotros cuando nos acompañaba el seminarista cuellicorto, Raisón, que estuvo presente en la fiesta en honor a Tuka, el filósofo de Dubangar, y el riente panzón de Mengerla. ¿Por qué alguno de ellos se interesó por mí trabajo y no hizo lo propio con Ana estando como estaba allí mismo? ¿Por qué no la miraban? ¿Cuál era la razón? ¿La podría explicar Raison, en honor a su nombre? A éste lo disculpó Marie Pierre, una vez que la pusimos al corriente del asunto, apelando a su timidez. De los otros dijo que eran unos inmaduros. ¿Pero con respecto a qué? ¿A la mujer, tentadora, y más tentadora si es blanca, de la que hay por tanto que apartar la mirada? ¿O no van por aquí los tiros? ¿Por qué los dos seminaristas que conocimos, el mentado cuellicorto, y Paul, presente también en la fiesta de Tuka, no actuaron así sino con toda normalidad? ¿Empezarán a ser como los mentados curas en cuanto se vistan la sotana? Preguntas, hipótesis y ninguna respuesta clara. Tampoco Emilio supo aclararnos nada a este respecto.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Camerún 19: Apolo


De vuelta a Yaundé el día 12 por la tarde, de donde partiríamos para Madrid el lunes 15 de agosto, tuvimos una cita el sábado 13 a las nueve de la mañana con Apolo, pseudónimo de Apollinaire, al que debíamos entregar unas cosas de parte de Emilio. Les propuse a Ana y a él ir a tomar algo y continuar la charla que ya se había entablado. Apolo tiene 26 años y estudia Bellas Artes en la universidad de Yaundé. Cuando nos dijo que tenía veinticinco hermanos, nuestro asombro e incredulidad hizo que lo repitiera dos veces más para que quedásemos convencidos de que ni él se había equivocado con la cifra ni nosotros lo habíamos entendido mal. Su padre, de 55 años de edad, es musulmán y tiene cuatro mujeres; una quinta había muerto. Apolo, cristiano, es el hijo mayor de la primera, que dio a luz a diez más. La pequeña tiene ocho años. El resto, hasta completar los veinticinco, son hermanastros, los hijos de las otras tres esposas. Le pregunté si en el ámbito de su cultura la primogenitura iba asociada a un rol especial. En caso de que su padre muriese, nos dijo, sería él el que tendría que tutelar a sus hermanos y hermanas. Añadió con orgullo que quería ser un modelo para ellos.
Su mujer sería compañera y no sierva, añadió, alguien con el que compartir un proyecto de vida. Fue muy hermoso el modo como lo aplicó a las tareas del hogar: si su mujer muriese, ¿podría prepararle la comida a sus hijos desde el cielo? Tierra firme pisaba a este respecto Apolo, en la que querría verse acompañado y no servido por esa mujer para la que habría de ser marido. Sólo una cosa me chocó en cierto modo: no tendría más de uno o dos hijos. ¿Simple deseo que no admite segundas lecturas, o que sí las admite, como el de marcar distancias frente a la cultura musulmana, en la que los medios de vida de la mujer crecen en proporción al número de hijos? Me inclino por lo segundo: Apolo no querría a sus hijos como garantía de nada, sino por sí mismos.

martes, 20 de septiembre de 2011

Camerún 18: la cárcel


La hermana Marie Pierre nos invitó a visitar la cárcel de Maroua, en la que lleva trabajando bastantes años. Un funcionario de alto rango, impecablemente uniformado, fue nuestro esmerado y orgulloso guía. Primero entramos en la zona de las mujeres. Había pocas, unas quince, lo que les otorgaba espacio suficiente como para considerar que vivían en condiciones aceptables. Entre ellas estaba la mujer del propietario de una tienda en el mercado, conocido de Emilio, en la que habíamos entrado a comprar unos refrescos. Había arrojado a su hijo de unos meses a un pozo. Otra lo tenía con ella allí, pues había nacido en la cárcel.
Lo aceptable en la zona de las mujeres se tornó inaceptable en la de los hombres. En un espacio que incluía dos patios pequeños y un recinto cubierto se hacinaban novecientos reclusos; llegó a haber más de mil. Por allí estaría el hijo de Rodia. En el primer patio algunos desarrollaban actividades artesanales, formando una especie de minúsculo mercado. Cuando nos dirigimos al hangar-dormitorio atravesamos el segundo patio, donde algunos presos se estaban duchando. ¿Se sintieron sorprendidos o también perturbados? ¿Les incomodó que una mujer blanca los viera desnudos? ¿Y un hombre blanco? Uno de ellos cubría sus partes con las manos.
El recinto estaba lleno de colchones; allí dormían, dormitaban, estaban. De unos clavos pendían sus escasas pertenencias. Vi dos ventiladores en el techo. Como no llegué a entrar del todo no sé si habría alguno más. El año pasado, en la estación seca, en la que se alcanzan altísimas temperaturas, murieron dos presos cada día. Alguien nos contó que, aun en medio del horrendo calor, tenían que taparse para no ser abrasados por las gotas que caían. Este año habían conseguido evitar las muertes.
No sé si pensó el señor subdirector que éramos turistas penitenciarios pues nos informó que, una vez que visitáramos las cárceles de Garoua y Yaundé, comprobaríamos que la de Maroua era la mejor de Camerún. ¡Dios mío! ¿Cómo serían las otras? Pero bien pudiera estar echándose una flor para lucirse ante nosotros, pensó Ana. A saber.
Yo estaba deseando que terminase la visita. Me sentía incómodo. Creo que la razón principal era el poco espacio, la falta de distancia entre unos y otros y que, dadas las circunstancias, se me antojaba indispensable para aliviar la presión de tantos ojos observándote y liberar los míos para una mirada que no resultase impúdica ni invasiva.
Nos volvimos a reunir con Marie Pierre. Nos presentó al director de la cárcel, un hombretón que sonreía mucho y que me causó muy buena impresión. Por Emilio supimos que había puesto fin a ciertas prácticas corruptas, lo que seguramente no le había granjeado amigos en un país lleno de ellas. Alabó el trabajo de Marie Pierre, pero ella revertió el elogio usando una hermosa imagen: “yo sólo pongo el maíz; él es el molino”.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Camerún 17: el velatorio

Tras la estancia con Rodia acudimos a un velatorio. Emilio fue por la moto para acercarla a la casa de Matacón, el muerto. Lo había visitado hacía pocos días en el hospital; no podía orinar. Nosotros, tras los pasos de Abu David, el catequista, llegamos antes. Nos acomodaron a unos metros de la casa, en un banco situado en el camino por el que se accedía a ella, entre plantas de mijo. Aquí se daba una situación rara, que ya existía cuando llegó Emilio a Maroua hace seis años y cuyos detalles nunca llegó a desentrañar del todo. El finado tenía dos mujeres, católicas. ¿Cómo era posible? Se acercaron las dos a nosotros, primero la mayor, después la más joven, y se presentaron; hicieron lo propio las hijas, que calculamos serían de la viuda de más edad. Todas se mostraban pesarosas. La gente venía a dar el pésame y acompañar a la familia. Dado el lugar donde nos habían sentado éramos los primeros en ser saludados. Nos sentíamos unos usurpadores, representantes de nadie, sólo amigos de Emilio, que todavía no había llegado. Los que decidían quedarse un rato se sentaban donde podían. El grupo más grande estaba bajo una techumbre plana de paja, sentados sobre esterillas, al lado de la casa. Allí estaban las hijas y de allí surgió un llanto. Las madres, casi frente a nosotros, un poco hacia la izquierda. Emilio no tardó en llegar. Ana escribía sus notas y yo, faltando al respeto, saqué dos fotos. No las pongo aquí para no ser irrespetuoso por segunda vez. Una de las esposas le pidió a Emilio que encabezase una oración. Así se hizo.
El funeral tendría lugar unos meses más tarde. Es la costumbre. Mientras tanto el cadáver esperaría en la morgue, la “nevera”, como la llaman allí.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Camerún 16: las moscas

Las moscas se posan en las caras de los niños más pequeños para alimentarse de sus mocos y sus legañas, “viejas moscas voraces”, “viejas moscas pertinaces”, que cantó Antonio Machado. En ellos, que no las espantan, hayan asiento seguro, miserables sanguijuelas que uno quisiera muy lejos, en pudrideros y porquerizas, fuera para siempre de sus rostros.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Camerún 15: Rodia

Rodia tenía un hijo de 28 años en la cárcel, en prisión preventiva, porque había prendido fuego a una vivienda. Su marido llegaba bebido a casa. Su padre estaba bastante enfermo. Tenía hijos que alimentar. Quizá por todo esto, a Rodia se le había ido un poco la cabeza. Acompañados por el catequista Abu David, fuimos a visitarla. Después de subir por caminos estrechos y algo embarrados, sorteados por huertas de maíz y casas de adobe, llegamos a su casa. Los que en un principio pensé que eran familiares resultaron ser vecinos que se habían acercado para participar en la oración que habría de tener lugar más tarde. Pero antes, Rodia y Emilio se retiraron a un cobertizo; ella quería confesarse. Todos estaban sentados en esterillas excepto Ana, una vecina y yo, que lo estábamos sobre unas piedras de lo que podría ser un pequeño muro. Esta vecina hablaba francés y Ana intercambió unas palabras con ella. Era mayor y muy agradable. El dedo índice de una de sus manos estaba amojamado en su parte superior, como si le hubieran sustraído toda la humedad. Había también una gallina con tres polluelos y un perro al que llamaban Partout, porque andaba por todas partes. Tras la tela que cubría la puerta se veía una cabra, o tal vez fuera una oveja.
Rodia y Emilio regresaron y se incorporaron al grupo. Tuvo lugar entonces la oración, que incluyó rezos, una lectura del evangelio y unas preces. Los vecinos se fueron una vez que terminó este breve acto litúrgico. Nosotros estuvimos un rato más, el que necesitó Emilio para continuar su charla con Rodia. Finalmente marchamos también nosotros. A su hija pequeña la seguían comiendo las moscas.

martes, 13 de septiembre de 2011

Camerún 14: Felicité


De entrada Felicité rompía una regla: iba de sport, algo inconcebible después de haber visto las galas y ropajes de la mayoría de las mujeres que vimos en Yaundé, con una camiseta roja y un pantalón vaquero, una curranta que se habría de revelar rápida, eficaz, resolutiva, una especie de hormiga atómica.
Llegamos a Ngaoundéré a los once de la mañana del 27 de julio, después de haber salido de Yaundé a las seis de la tarde del día anterior. Fue aquí donde Felicité se convirtió en nuestro ángel custodio, guiándonos a través de la turba multa para gestionar nuestro transbordo, que también era el suyo, pues se dirigía como nosotros a Maroua. Lo que habíamos comprado en el tren no eran los tickets del autobús, como habíamos creído, sino su reserva, y a por ellos fuimos. Había llovido y el suelo estaba embarrado, lleno de charcos. Los evitamos como pudimos, levantando nuestras bolsas, abriéndonos paso entre la multitud sin perder el rastro de Felicité, que se volvía de cuando en cuando para cerciorarse de que la seguíamos. Es obvio que conocía a uno de los empleados porque, sin hacer cola, entró en una de las taquillas para entregar nuestras reservas. Después, un hombre encaramado en una mesa pregonaba los nombres de los dueños los billetes, que se acercaban a recogerlos. La gracia estaba en que no había uno sino dos, situados a cierta distancia el uno del otro: ¿cuál de ellos gritaría nuestros nombres? Felicité, oído avizor, oyó como los pregonaba el del grupo en el que no estábamos. A por ellos fuimos, siempre a la carga a cargo de nuestro sherpa, con la que acometimos el asalto final: dejar nuestras maletas en manos del encargado para que éste las introdujese en el maletero. Cuando subí al autobús, exangüe, me desplomé en el asiento en el que iba ir encogido entre Ana y Felicité. Tan a gusto me hubiese muerto allí mismo.
Las infernales siete horas que duró el viaje tocaron a su fin en Maroua sin haber puesto fin a mis días. ¡Qué felices besos de despedida planté en las mejillas de nuestra hermosa Felicité!

lunes, 12 de septiembre de 2011

Camerún 13: los celos


La señora T. nos esperaba en el sitio acordado y desde él nos condujo después a su casa, moto en ristre a través de los maizales. Le había pedido a Emilio que fuese a hablar con su marido porque, llevado por los celos, no la dejaba acudir a la parroquia. Una visita pastoral impensable en Europa se impuso en Maroua, visita que tuvo que ser, entiendo yo, aleccionadora por un lado, admonitoria por otro y finalmente rogativa. Sea lo que fuere lo que Emilio le dijo al señor T., el veto marital, tan rancio, se desvaneció.
Medio en broma medio en serio, Emilio nos comentó después que ciertos maridos no dejan salir a sus mujeres para que no hagan lo que hacen ellos. ¡Perfecto funcionamiento del mecanismo proyectivo!
Espero que siga levantado el veto del señor T., y así continúe para siempre.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Camerún 12: los niños

Siempre niños, gritando “un cadeau, un cadeau” (un regalo) o “nassara, nassara” (blancos). En unos casos parecían emerger de súbito, de entre los maizales o los campos de mijo, y en otros estaban en la linde de los caminos, al pie de sus casas de adobe, jugando. Si llevábamos con nosotros cacahuetes, los riquísimos cacahuetes de Camerún, les dábamos unos cuantos a cada uno. En una ocasión, cuando volvíamos del mercado de Tourou, un pueblo donde las mujeres de la etnia gudugur se sombrerean con una media calabaza que previamente han pulido y pintado, un grupo de niños se mostró especialmente osado, colgándose de la rueda de repuesto de nuestro 4x4, cosa que no estaba exenta de peligro. Aquí no hubo puñado de cacahuetes sino embestida por parte de Emilio, que sabía que sólo nos desharíamos de ellos si les dábamos un poco de su propia medicina, un buen susto. Pisó el acelerador marcha atrás y allá que se largaron escopetados los niños acosadores. A toda prisa nos fuimos después, para que no nos alcanzasen y volviesen a la carga.
Los niños del barrio, los de Doualaré, tal es su nombre, en los terrenos de la misión encontraban amplia cancha para sus juegos y curiosidades. De éstas, como es lógico, fuimos nosotros especial objeto los primeros días tras el de nuestra llegada. A ella correspondimos con igual curiosidad y sin más interés -y en este sentido con todo interés- que conocer a quienes querían conocernos. No soy especialmente niñero y el niño negro no me cautiva más que el niño blanco: yo sólo veo al niño. Por allí se movían Ahmed, Ababiki, Yibrila, Yusufu, Garga, Arafat, Chantal, Aliud… Dada su corta edad, todavía no se encuentran muy acuñadas su personalidades por la sociedad y la cultura en la que crecen, y en este sentido se puede decir de los niños que son iguales en todo el mundo, afirmación que ya no haríamos con respecto a los viejos, los adultos e incluso los jóvenes.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Camerún 11: ¡alaben su nombre con danza!

En la misa del domingo 7 de agosto Camerún me dio ocasión de cumplir lo que dice el Salmo 149 en su versículo 3: “¡alaben su nombre con danza!” Marcel, un adolescente, tocaba la batería y Amaduyán, un treintañero, los tambores. Delante de ellos, la fila del coro se balanceaba y aplaudía al son de la música. No tardé yo nada en sumarme al balanceo y batir palmas. Si de este vaivén hubiesen pasado a ritmos más vivos, creo que tampoco me hubiese retraído. Si llevas en tu corazón la fibra del baile, todo es cuestión de dejarse llevar, soltando corsés y amarras. Si llevas la de Dios, ¿no hay que hacer lo mismo?

martes, 6 de septiembre de 2011

Camerún 10: las risas

Él y ella soltaban sus risotadas como quien lanza de súbito una bomba, al igual que las que Hollywood nos mostraba en sus películas clásicas, aquellos negros del “señorito” o “señorita”, la Mammy por ejemplo de Lo que el viento se llevó o tantos otros. Esto, que parecía que los entontecía y volvía ridículos, no puedo de ningún modo verlo ya así, pues son las carcajadas de X., de Y., apenas necesitadas de un motivo para brotar orondas y explotarte en el pecho.

Camerún 9: la tormenta

Una fenomenal tormenta convirtió la calle en un río y el patio en un lago, un espectáculo necesitado de espectadores, nosotros, acomodados en las butacas que previamente habíamos colocado en el porche. Estos momentos removieron mi memoria cinéfila y me trajeron Mogambo, si bien no sé por qué dado que no se ve en la película ninguna escena de este tipo. El caso es que yo me la inventé y senté a Clark Gable, con su sahariana y su pipa, en nuestro porche al lado de Ava Gardner, en situación ya de poder contemplar las tormentas del cielo tras haber soportado y vencido las de sus azacaneados corazones.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Camerún 8: siéntate y escúchame


Durante la lectura del evangelio la gente permanece sentada. Si nosotros, de pie, subrayamos el respeto, ellos, sentados, subrayan la atención. Así es como conversamos, leemos, vemos una película, asistimos a un enfermo, todo lo que exige calma y concentración, las mismas que, muy aumentadas, necesitamos para escuchar la Palabra de Dios.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Camerún 7: cariátides


Con su carga sobre la cabeza, la espalda muy recta y un caminar sujeto a un ritmo pausado, que nunca cambia, parecen cariátides. Son las mejores modelos, con el paso más elegante, más saludable y más bello que yo he visto nunca. Su coste, el no poder distinguir a los africanos y las africanas por su manera de andar, igual en todos, es ínfimo frente a la visión de la espectacular pasarela que constituyen los caminos de África.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Camerún 6: la moto

Entiendo ahora la pasión de los moteros: sin barreras para el azote magnífico del aire, andar en moto constituye una de esas experiencias físicas que te otorgan una sensación de libertad, la misma que experimentas cuando alcanzas la cumbre de una montaña o te bañas desnudo en el mar. En dos ocasiones hicimos un viaje largo en moto, yendo Ana en la de Emilio y yo en una mototaxi. En el más largo, unos 60 kilómetros, el objetivo era llegar hasta la aldea donde había nacido Simon, el mototaxista, un feligrés de la parroquia. Quedamos a las puertas, a 9 kilómetros, debido al mal estado del camino tras el paso de una tormenta. Ana y yo, subyugados por la experiencia motera, comenzamos a fantasear sobre la idea de recorrer África en moto.
Al atormentado cura de Ambricourt, protagonista de la novela Diario de un cura rural, de Bernanos, de camino hacia Mezargues, donde morirá de cáncer de estómago completándose así su vía crucis, se le concede la experiencia de la felicidad física propia de la juventud, que nunca había conocido. Monsieur Olivier, tras aparecer con su moto, lo invitó a subir. Nuestro protagonista describe después su experiencia en los siguientes términos: “La gruesa voz del motor se fue elevando paulatinamente hasta dar tan sólo una sola nota de extraordinaria pureza (…). El paisaje no parecía echarse sobre nosotros, sino abrirse por todas partes (…). El viento levantado por la carrera (…) se había convertido en un vertiginoso pasillo, un vacío entre dos columnas de aire removidas por una velocidad vertiginosa”.
A la vuelta de nuestra excursión, bajo un cielo encapotado, la llanura que se extendía a ambos lados nos regaló su plenitud, envuelta en una luz gris y violeta. Lo que andando se hubiera gustado de una manera en moto se hizo de otra, convertido el mero aire en puro viento. El espíritu de aquel estupendo spot publicitario de la marca BMW, en el que sólo se veía el brazo del conductor columpiándose en la brisa mientras avanzaba a través de un paisaje montañoso y que finalizaba con un “¿te gusta conducir?”, describiría muy bien lo que yo sentí aquella tarde en la que volvíamos de nuestra excursión.
El deseo de que mi amigo Stefan, entusiasta motero, me lleve a más de 100 kilómetros por hora en su moto ha quedado ahora abierto.