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jueves, 29 de octubre de 2015

El hombre del paraíso

La doctrina del pecado original no se sostiene si no hubo una situación paradisíaca y un primer pecado históricos. Si, contra la imagen de aquellos antepasados nuestros, feos y peludos, tan parecidos todavía al mono, sentimos que se alza dentro de nosotros una objeción “estética” que los invalide como posible “Adanes” y “Evas”, acudamos entonces al siguiente texto de C.S. Lewis, como siempre extraordinario: “No tengo la menor duda de que si el hombre del paraíso apareciera ahora entre nosotros, lo consideraríamos un completo salvaje, una criatura a la que explotar o, en el mejor de los casos, tratar con aire protector. Solo uno o dos, los más santos de entre nosotros, se tomarían la molestia de mirar por segunda vez a la criatura desnuda, desgreñada, de poblada barba y hablar torpes; mas, tras algunos minutos, se postrarían a sus pies” (El problema del dolor). Corta la respiración, ¿verdad?

jueves, 1 de octubre de 2015

Libros providenciales

Me pregunto si ha sido cosa de Dios el que, cada vez que velé armas en torno a una cuestión teológica que me preocupaba mucho y en la que no veía luz por ningún lado, terminó apareciendo un libro que resolvió muchas de mis dudas. El último ha sido La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, de José Ignacio González Faus. Lo mismo ocurrió con Si Dios no escuchase. Cartas a Malcolm, de C. S. Lewis, gracias a este párrafo maravilloso: “Y, así como aquellos que no se dirigen a Dios en las pequeñas tribulaciones carecerán de hábito y de recursos para mitigar las grandes cuando se presenten, los que no han aprendido a pedirle cosas pueriles carecerán seguramente de toda disposición para pedirle cosas grandes. No debemos ser demasiado arrogantes. Supongo que en ocasiones podemos ser disuadidos de hacer pequeños ruegos por un sentido de nuestra propia dignidad, más que por la dignidad de Dios”. Y así más veces con más libros providenciales.

lunes, 23 de julio de 2012

Recurrencias: De lo grande y lo pequeño

El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho (Lucas 16, 10).

Daba grandes sumas en los momentos de calamidad pública (…) Pero era, en cambio, tacaño para la pequeña caridad, la individual y de todos los días (…) Es esta disociación entre la caridad pública y la individual achaque muy común de los grandes filántropos: los que subvencionan con millones copiosos una obra social, pero son incapaces de sacar de su bolsillo una moneda de cobre para dársela con recato y con ternura a quien la pide, sin preguntarle para qué. Ésta es la diferencia entre filantropía y caridad. La filantropía es, sobre todo, cantidad; y la caridad es, ante todo, amor (Gregorio Marañón, Tiberio, historia de un resentimiento).

Y, así como aquellos que no se dirigen a Dios en las pequeñas tribulaciones carecerán de hábito y de recursos para mitigar las grandes cuando se presenten, los que no han aprendido a pedirle cosas pueriles carecerán seguramente de toda disponibilidad para pedirle cosas grandes (C.S. Lewis, Si Dios no escuchase. Cartas a Malcolm).

lunes, 13 de septiembre de 2010

La bondad de Machado

Hay una buena conciencia que es una buena “buena conciencia”: la que dejan en nuestro ser el deseo de hacer el bien y la ejecución de actos buenos y la omisión de los malos, siempre sin autombombo, a la chita callando, sin que nadie se entere, sólo Dios. Entonces se duerme con “la conciencia tranquila”. Acaso en esta línea se atrevió Machado a finalizar su famoso autorretrato con el verso que dice: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”, y no parece que lo hubiera hecho “cargado de razón”, sino con humildad. Y es que si no es así, humildemente, calificarse a sí mismo de bueno es autoengaño y vanagloria.
¿Cómo debieron de sonar, si es que sonaron, en los oídos de Machado las palabras con que Jesús replicó a quienes se habían dirigido a él llamándolo “maestro bueno”?: “¿Por qué me llamáis bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10, 18) ¿Sentiría que lo desautorizaban, que lo acusaban de propasarse, pues si ni Jesús, el hijo de Dios, admitió ser llamado bueno, quién iba a ser él para llamarse bueno a sí mismo? Pero la afirmación del Maestro apunta a un fondo al que no creo que quiera, ni desde luego puede, llegar la de Machado, a la raíz de las personas, y en tal sentido es radical y absoluta: nadie, desde la raíz hasta las puntas, es enteramente bueno en este mundo, salvo Jesús. La de Machado, como decíamos, en tanto que autodescripción humilde, y sólo así aceptable, llega hasta donde le está permitido llegar, a lo que uno quiere ser, bueno, y a lo que no quiere ser, malo, a lo que se desea hacer, el bien, y a lo que no se quiere hacer a nadie, daño. En este sentido, no es la suya una afirmación radical, sino, como mucho, troncal, si entendemos por tronco esa parte de nuestro ser y de nuestra vida sobre la que podemos pronunciarnos y decir de ella que nos parece “buena”, así, sin pretensiones, con el ánimo de que se nos entienda que somos a la pata llana “buena gente”, o de que por lo menos lo intentamos.
Pero sigamos poniendo en aprietos a Machado, y de paso a nosotros mismos, citando ahora un párrafo un tanto largo de C. S. Lewis (El problema del dolor): “Ahora bien, el verdadero escollo de la ‘bondad’ estriba en que se trata de una cualidad que nos atribuimos con extraordinaria facilidad a nosotros mismos apoyándonos en razones poco sólidas. Todo el mundo se siente benévolo en los momentos en que nada le molesta. Aun cuando jamás hayan hecho el menor sacrificio por sus semejantes, los hombres se consuelan de sus vicios apoyándose en la convicción de que ‘en el fondo tienen buen corazón’ y son ‘incapaces de matar a una mosca’. Creemos ser buenos cuando en realidad somos felices” . No le falta razón a Lewis, y, ante esta tesitura, no soy yo quien para saber lo que podría haber pensado Machado tras la lectura de sus palabras: ¿volvería atrás, al poema ya acabado, y tacharía o corregiría el último verso, aquel que citábamos al principio y que nos metió en esta singladura, al percatarse de que se había atribuido la bondad con extraordinaria facilidad, apoyándose en razones poco sólidas, que se sentía bueno porque nada le molestaba, de que no estaba sino consolándose de sus vicios, de que creía ser bueno porque se sentía feliz? Desconozco la situación vital, la intención que empujó a Machado a atribuirse la bondad, lo que quiso exactamente decir, lo cual me anima a ponerme en su piel e inventar una contestación a Lewis: “Me faltan, en efecto, señor Lewis, sólidas razones para atribuirme bondad alguna, y ojalá que no las tenga nunca. ¡Qué ser más torpe y engreído sería entonces, alguien que se siente bueno apoyado en sus propios y compactos argumentos! ¡Dios me libre de tamaño dislate! Es cierto que digo realmente lo que digo, que ‘soy, en el buen sentido de la palabra, bueno’. Pero ¿cuál es ese buen sentido y que quise expresar exactamente? Creo que, ‘exactamente’, nada quise pronunciar sino sólo ‘poéticamente’, es decir, al hilo de lo que la redondez del poema me pedía y de lo que yo deseaba que fuese también la redondez de mi propia vida. Tal vez, sí, como usted afirma, al escribirlo me sentía libre de toda molestia, hasta feliz, e incluso es posible que quisiera consolarme de mis vicios apelando a una bondad escondida en el fondo de mi corazón. En cuanto a lo de ser incapaz de matar a una mosca… Verá usted: les dediqué un poema cuyos últimos cuatro versos riman así: ‘Inevitables golosas, / que ni labráis como abejas, / ni brilláis cual mariposas; / pequeñitas, revoltosas, / vosotras, amigas viejas, / me evocáis todas las cosas’. Yo no mataría nunca a una ‘vieja amiga’. En fin, señor Lewis, usted tiene toda la razón, y yo no pretendo tener ninguna. Simplemente, en un poema, me expresaba”.

domingo, 21 de junio de 2009

Léon Bloy (3)

“Fuego soy apartado, y espada puesta lejos”, dice la pastora Marcela en El Quijote. Así quiero tener yo a Bloy con respecto a mí, como fuego, pero un poco apartado, para que me ilumine sin quemarme, como espada, pero un tanto lejos, para que su filo relampaguee sin cortarme. Acaso la quemazón y el corte serían beneficiosos para mí, me harían un daño saludable, pero, ¡ay!, la duda persiste. Demasiado abismal, demasiado selvática su entrega al sufrimiento: mi sensibilidad no lo soporta. Sé que lo hizo por amor a Cristo, por amor a María, que es necesario que haya hombres y mujeres que, llevados de un amor colosal al Siervo Sufriente de Yahvé, completen lo que falta a su pasión. Sin ellos, la obra redentora se vendría abajo, no continuaría, todo quedaría falseado. Todo esto lo sé… Pero hay estilos, otros estilos. El de Bloy me lastima y me confunde. No puedo tenerlo por eso en la cocina de mi casa, con Chesterton y Péguy y Bernanos y Lewis y tantos otros. Eso sí, le reservo una muy cómoda habitación, aunque un poco apartada.

domingo, 18 de mayo de 2008

Consolarse

Leo estos días Una vida presente, las memorias de Julián Marías. En 1909, a los tres años, murió el primer hijo de sus padres, Pablito. Comenta Marías: "Mis padres no se consolaron nunca, literalmente". Después será él mismo el que pierda a su primer hijo, Julianín, también a los tres años. Y vuelve a comentar: "no nos hemos consolado nunca". Me pregunto que significa no "consolarse nunca" de algo, en este caso de la muerte de un hijo, la peor de las pérdidas. ¿No poder hacerlo, no querer hacerlo, las dos cosas al mismo tiempo? ¿Que quede, inexpugnable, dentro de uno, un reducto de tristeza que jamás será vencido, un vacío inasequible a todo llenado, una sensación de pérdida que no admita la compensación de ganancia alguna? ¿Qué hemos de entender por consolación para que se pueda decir que uno no la ha alcanzado nunca -porque no se pudo, porque no se quiso, por cualquier otra razón- con respecto a algo? ¿Cabe la posibilidad de que alguien dé por imposible todo consuelo, que lo rechace de hecho, consciente o inconscientemente, para así permanecer unido al ser amado, como si esa in-consolación, o desolación, fuera la única manera de tenerlo presente?
El autor Clive Staples Lewis relató en su libro Una pena en observación el proceso espiritual que vivió tras la muerte por cáncer de su esposa. Pues bien, tras el paso inevitable por la desolación, el rechazo y la protesta, superado el duelo, hizo el siguiente descubrimiento:
Y cuanta más alegría pueda haber en la unión entre un vivo y un muerto, mejor también.
Mejor por cualquier parte que se mire. Porque he descubierto una cosa, el dolor enconado no nos une con los muertos, nos separa de ellos (...). Es precisamente en esos momentos en que siento menos pena (...) cuando H. irrumpe encima de mi pensamiento en toda su plena realidad, en su ‘otredad’. No perfilada, enfatizada y solemnizada por mis propias miserias, como en mis peores momentos, sino como es ella por derecho propio. Esto es bueno y tonificante”.
Está claro que Lewis sí que se consoló.