viernes, 30 de septiembre de 2011

Rápido, fugaz


La estancia de veinte días en Camerún alteró el decurso habitual de mis veranos, llenos de escritura en la mañana y de lectura en la tarde, parsimonioso el día, la hora densa. Me cunden por eso, no pareciéndome nunca cortos, cosa que contrasta con lo que dicen mis compañeros a la vuelta de las vacaciones. El de este año, vacío de concentración y ensueño, fue rápido, fugaz, dejándome el uno de septiembre con la pregunta por él: ¿te tuve, me tuviste?

jueves, 29 de septiembre de 2011

La boticaria


En mis caminatas se suceden las audiciones de cuentos y más cuentos. Una escena del primero que escuché, La boticaria, de Chejov, corto, sencillo, aparentemente trivial, me ronda muchas veces. Ella, la boticaria, contempla desde su habitación con infinita tristeza cómo se alejan los dos militares que poco antes habían estado en la botica, situada en la parte de abajo de la casa, y en la que uno de ellos, al haber dejado entrever cierto interés por ella, la había rescatado de su rutinaria y aburrida vida, llevada en compañía de un marido simplón y roncador. Pero qué poco duró. A través de la ventana, mientras sus anhelos la consumen, los ve marcharse hasta que desaparecen en la noche.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Esos locos


Sería una suerte que el “esos locos bajitos” de Serrat, referido a los niños, encontrase su paralelo en un “esos locos altitos” referido a los adultos. Muchas veces lo somos, altos loquitos que hacen reír sin causar daño, pero otras, muchas otras, no, con locuras que no tienen nada de graciosas y sí mucho de impertinentes, estrambóticas, dañinas, crueles, trágicas. Aquí ya no valen expresiones cariñosas sino un “esos bestias” que nos pone en nuestro lugar.

Mi azar

Mi azar son tus dados, Señor.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Una casa habitable


Arranca en un punto la narración y el gozo de ir descubriendo el mundo hace que no te detengas. Te impulsa el ánimo de crear, de edificar con palabras una casa habitable, no importando otra cosa que lograr que sea verdadera: aquí una mancha de humedad, allí un pasamanos bruñido. Construir moradas, esto es lo que importa.

Saber de sí

Cuando adulto te sabes adulto, cuando joven te sabes joven (aunque menos), cuando adolescente te sabes adolescente (menos todavía), cuando niño, ¿te sabes niño? Crecer es ir teniendo más conciencia de sí, poseerse más, ir sabiendo más de sí mismo. En este punto, mal andan las cosas cuando se hipertrofia o hipotrofia el saber de uno mismo. En buena estrofa hay que andar.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Camerún 20: la invisibilidad

Para el subdirector de la cárcel de Maroua yo fui invisible: en todo momento se dirigió a Ana y sólo ella estuvo presente a sus ojos. No fui digno de recibir ni una sola de sus miradas. Su atención, si me la hubiese prestado, creo que hubiese aliviado mi incomodidad, de la que hablé en esa entrada.
Esta invisibilidad, sin embargo, me valió para comprender la que había sufrido Ana a manos de los curas nativos. Contabilizó hasta cuatro. El cura aquel que cenó con nosotros cuando nos acompañaba el seminarista cuellicorto, Raisón, que estuvo presente en la fiesta en honor a Tuka, el filósofo de Dubangar, y el riente panzón de Mengerla. ¿Por qué alguno de ellos se interesó por mí trabajo y no hizo lo propio con Ana estando como estaba allí mismo? ¿Por qué no la miraban? ¿Cuál era la razón? ¿La podría explicar Raison, en honor a su nombre? A éste lo disculpó Marie Pierre, una vez que la pusimos al corriente del asunto, apelando a su timidez. De los otros dijo que eran unos inmaduros. ¿Pero con respecto a qué? ¿A la mujer, tentadora, y más tentadora si es blanca, de la que hay por tanto que apartar la mirada? ¿O no van por aquí los tiros? ¿Por qué los dos seminaristas que conocimos, el mentado cuellicorto, y Paul, presente también en la fiesta de Tuka, no actuaron así sino con toda normalidad? ¿Empezarán a ser como los mentados curas en cuanto se vistan la sotana? Preguntas, hipótesis y ninguna respuesta clara. Tampoco Emilio supo aclararnos nada a este respecto.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Camerún 19: Apolo


De vuelta a Yaundé el día 12 por la tarde, de donde partiríamos para Madrid el lunes 15 de agosto, tuvimos una cita el sábado 13 a las nueve de la mañana con Apolo, pseudónimo de Apollinaire, al que debíamos entregar unas cosas de parte de Emilio. Les propuse a Ana y a él ir a tomar algo y continuar la charla que ya se había entablado. Apolo tiene 26 años y estudia Bellas Artes en la universidad de Yaundé. Cuando nos dijo que tenía veinticinco hermanos, nuestro asombro e incredulidad hizo que lo repitiera dos veces más para que quedásemos convencidos de que ni él se había equivocado con la cifra ni nosotros lo habíamos entendido mal. Su padre, de 55 años de edad, es musulmán y tiene cuatro mujeres; una quinta había muerto. Apolo, cristiano, es el hijo mayor de la primera, que dio a luz a diez más. La pequeña tiene ocho años. El resto, hasta completar los veinticinco, son hermanastros, los hijos de las otras tres esposas. Le pregunté si en el ámbito de su cultura la primogenitura iba asociada a un rol especial. En caso de que su padre muriese, nos dijo, sería él el que tendría que tutelar a sus hermanos y hermanas. Añadió con orgullo que quería ser un modelo para ellos.
Su mujer sería compañera y no sierva, añadió, alguien con el que compartir un proyecto de vida. Fue muy hermoso el modo como lo aplicó a las tareas del hogar: si su mujer muriese, ¿podría prepararle la comida a sus hijos desde el cielo? Tierra firme pisaba a este respecto Apolo, en la que querría verse acompañado y no servido por esa mujer para la que habría de ser marido. Sólo una cosa me chocó en cierto modo: no tendría más de uno o dos hijos. ¿Simple deseo que no admite segundas lecturas, o que sí las admite, como el de marcar distancias frente a la cultura musulmana, en la que los medios de vida de la mujer crecen en proporción al número de hijos? Me inclino por lo segundo: Apolo no querría a sus hijos como garantía de nada, sino por sí mismos.

martes, 20 de septiembre de 2011

Camerún 18: la cárcel


La hermana Marie Pierre nos invitó a visitar la cárcel de Maroua, en la que lleva trabajando bastantes años. Un funcionario de alto rango, impecablemente uniformado, fue nuestro esmerado y orgulloso guía. Primero entramos en la zona de las mujeres. Había pocas, unas quince, lo que les otorgaba espacio suficiente como para considerar que vivían en condiciones aceptables. Entre ellas estaba la mujer del propietario de una tienda en el mercado, conocido de Emilio, en la que habíamos entrado a comprar unos refrescos. Había arrojado a su hijo de unos meses a un pozo. Otra lo tenía con ella allí, pues había nacido en la cárcel.
Lo aceptable en la zona de las mujeres se tornó inaceptable en la de los hombres. En un espacio que incluía dos patios pequeños y un recinto cubierto se hacinaban novecientos reclusos; llegó a haber más de mil. Por allí estaría el hijo de Rodia. En el primer patio algunos desarrollaban actividades artesanales, formando una especie de minúsculo mercado. Cuando nos dirigimos al hangar-dormitorio atravesamos el segundo patio, donde algunos presos se estaban duchando. ¿Se sintieron sorprendidos o también perturbados? ¿Les incomodó que una mujer blanca los viera desnudos? ¿Y un hombre blanco? Uno de ellos cubría sus partes con las manos.
El recinto estaba lleno de colchones; allí dormían, dormitaban, estaban. De unos clavos pendían sus escasas pertenencias. Vi dos ventiladores en el techo. Como no llegué a entrar del todo no sé si habría alguno más. El año pasado, en la estación seca, en la que se alcanzan altísimas temperaturas, murieron dos presos cada día. Alguien nos contó que, aun en medio del horrendo calor, tenían que taparse para no ser abrasados por las gotas que caían. Este año habían conseguido evitar las muertes.
No sé si pensó el señor subdirector que éramos turistas penitenciarios pues nos informó que, una vez que visitáramos las cárceles de Garoua y Yaundé, comprobaríamos que la de Maroua era la mejor de Camerún. ¡Dios mío! ¿Cómo serían las otras? Pero bien pudiera estar echándose una flor para lucirse ante nosotros, pensó Ana. A saber.
Yo estaba deseando que terminase la visita. Me sentía incómodo. Creo que la razón principal era el poco espacio, la falta de distancia entre unos y otros y que, dadas las circunstancias, se me antojaba indispensable para aliviar la presión de tantos ojos observándote y liberar los míos para una mirada que no resultase impúdica ni invasiva.
Nos volvimos a reunir con Marie Pierre. Nos presentó al director de la cárcel, un hombretón que sonreía mucho y que me causó muy buena impresión. Por Emilio supimos que había puesto fin a ciertas prácticas corruptas, lo que seguramente no le había granjeado amigos en un país lleno de ellas. Alabó el trabajo de Marie Pierre, pero ella revertió el elogio usando una hermosa imagen: “yo sólo pongo el maíz; él es el molino”.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Camerún 17: el velatorio

Tras la estancia con Rodia acudimos a un velatorio. Emilio fue por la moto para acercarla a la casa de Matacón, el muerto. Lo había visitado hacía pocos días en el hospital; no podía orinar. Nosotros, tras los pasos de Abu David, el catequista, llegamos antes. Nos acomodaron a unos metros de la casa, en un banco situado en el camino por el que se accedía a ella, entre plantas de mijo. Aquí se daba una situación rara, que ya existía cuando llegó Emilio a Maroua hace seis años y cuyos detalles nunca llegó a desentrañar del todo. El finado tenía dos mujeres, católicas. ¿Cómo era posible? Se acercaron las dos a nosotros, primero la mayor, después la más joven, y se presentaron; hicieron lo propio las hijas, que calculamos serían de la viuda de más edad. Todas se mostraban pesarosas. La gente venía a dar el pésame y acompañar a la familia. Dado el lugar donde nos habían sentado éramos los primeros en ser saludados. Nos sentíamos unos usurpadores, representantes de nadie, sólo amigos de Emilio, que todavía no había llegado. Los que decidían quedarse un rato se sentaban donde podían. El grupo más grande estaba bajo una techumbre plana de paja, sentados sobre esterillas, al lado de la casa. Allí estaban las hijas y de allí surgió un llanto. Las madres, casi frente a nosotros, un poco hacia la izquierda. Emilio no tardó en llegar. Ana escribía sus notas y yo, faltando al respeto, saqué dos fotos. No las pongo aquí para no ser irrespetuoso por segunda vez. Una de las esposas le pidió a Emilio que encabezase una oración. Así se hizo.
El funeral tendría lugar unos meses más tarde. Es la costumbre. Mientras tanto el cadáver esperaría en la morgue, la “nevera”, como la llaman allí.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Camerún 16: las moscas

Las moscas se posan en las caras de los niños más pequeños para alimentarse de sus mocos y sus legañas, “viejas moscas voraces”, “viejas moscas pertinaces”, que cantó Antonio Machado. En ellos, que no las espantan, hayan asiento seguro, miserables sanguijuelas que uno quisiera muy lejos, en pudrideros y porquerizas, fuera para siempre de sus rostros.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Camerún 15: Rodia

Rodia tenía un hijo de 28 años en la cárcel, en prisión preventiva, porque había prendido fuego a una vivienda. Su marido llegaba bebido a casa. Su padre estaba bastante enfermo. Tenía hijos que alimentar. Quizá por todo esto, a Rodia se le había ido un poco la cabeza. Acompañados por el catequista Abu David, fuimos a visitarla. Después de subir por caminos estrechos y algo embarrados, sorteados por huertas de maíz y casas de adobe, llegamos a su casa. Los que en un principio pensé que eran familiares resultaron ser vecinos que se habían acercado para participar en la oración que habría de tener lugar más tarde. Pero antes, Rodia y Emilio se retiraron a un cobertizo; ella quería confesarse. Todos estaban sentados en esterillas excepto Ana, una vecina y yo, que lo estábamos sobre unas piedras de lo que podría ser un pequeño muro. Esta vecina hablaba francés y Ana intercambió unas palabras con ella. Era mayor y muy agradable. El dedo índice de una de sus manos estaba amojamado en su parte superior, como si le hubieran sustraído toda la humedad. Había también una gallina con tres polluelos y un perro al que llamaban Partout, porque andaba por todas partes. Tras la tela que cubría la puerta se veía una cabra, o tal vez fuera una oveja.
Rodia y Emilio regresaron y se incorporaron al grupo. Tuvo lugar entonces la oración, que incluyó rezos, una lectura del evangelio y unas preces. Los vecinos se fueron una vez que terminó este breve acto litúrgico. Nosotros estuvimos un rato más, el que necesitó Emilio para continuar su charla con Rodia. Finalmente marchamos también nosotros. A su hija pequeña la seguían comiendo las moscas.

martes, 13 de septiembre de 2011

Camerún 14: Felicité


De entrada Felicité rompía una regla: iba de sport, algo inconcebible después de haber visto las galas y ropajes de la mayoría de las mujeres que vimos en Yaundé, con una camiseta roja y un pantalón vaquero, una curranta que se habría de revelar rápida, eficaz, resolutiva, una especie de hormiga atómica.
Llegamos a Ngaoundéré a los once de la mañana del 27 de julio, después de haber salido de Yaundé a las seis de la tarde del día anterior. Fue aquí donde Felicité se convirtió en nuestro ángel custodio, guiándonos a través de la turba multa para gestionar nuestro transbordo, que también era el suyo, pues se dirigía como nosotros a Maroua. Lo que habíamos comprado en el tren no eran los tickets del autobús, como habíamos creído, sino su reserva, y a por ellos fuimos. Había llovido y el suelo estaba embarrado, lleno de charcos. Los evitamos como pudimos, levantando nuestras bolsas, abriéndonos paso entre la multitud sin perder el rastro de Felicité, que se volvía de cuando en cuando para cerciorarse de que la seguíamos. Es obvio que conocía a uno de los empleados porque, sin hacer cola, entró en una de las taquillas para entregar nuestras reservas. Después, un hombre encaramado en una mesa pregonaba los nombres de los dueños los billetes, que se acercaban a recogerlos. La gracia estaba en que no había uno sino dos, situados a cierta distancia el uno del otro: ¿cuál de ellos gritaría nuestros nombres? Felicité, oído avizor, oyó como los pregonaba el del grupo en el que no estábamos. A por ellos fuimos, siempre a la carga a cargo de nuestro sherpa, con la que acometimos el asalto final: dejar nuestras maletas en manos del encargado para que éste las introdujese en el maletero. Cuando subí al autobús, exangüe, me desplomé en el asiento en el que iba ir encogido entre Ana y Felicité. Tan a gusto me hubiese muerto allí mismo.
Las infernales siete horas que duró el viaje tocaron a su fin en Maroua sin haber puesto fin a mis días. ¡Qué felices besos de despedida planté en las mejillas de nuestra hermosa Felicité!

lunes, 12 de septiembre de 2011

Camerún 13: los celos


La señora T. nos esperaba en el sitio acordado y desde él nos condujo después a su casa, moto en ristre a través de los maizales. Le había pedido a Emilio que fuese a hablar con su marido porque, llevado por los celos, no la dejaba acudir a la parroquia. Una visita pastoral impensable en Europa se impuso en Maroua, visita que tuvo que ser, entiendo yo, aleccionadora por un lado, admonitoria por otro y finalmente rogativa. Sea lo que fuere lo que Emilio le dijo al señor T., el veto marital, tan rancio, se desvaneció.
Medio en broma medio en serio, Emilio nos comentó después que ciertos maridos no dejan salir a sus mujeres para que no hagan lo que hacen ellos. ¡Perfecto funcionamiento del mecanismo proyectivo!
Espero que siga levantado el veto del señor T., y así continúe para siempre.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Camerún 12: los niños

Siempre niños, gritando “un cadeau, un cadeau” (un regalo) o “nassara, nassara” (blancos). En unos casos parecían emerger de súbito, de entre los maizales o los campos de mijo, y en otros estaban en la linde de los caminos, al pie de sus casas de adobe, jugando. Si llevábamos con nosotros cacahuetes, los riquísimos cacahuetes de Camerún, les dábamos unos cuantos a cada uno. En una ocasión, cuando volvíamos del mercado de Tourou, un pueblo donde las mujeres de la etnia gudugur se sombrerean con una media calabaza que previamente han pulido y pintado, un grupo de niños se mostró especialmente osado, colgándose de la rueda de repuesto de nuestro 4x4, cosa que no estaba exenta de peligro. Aquí no hubo puñado de cacahuetes sino embestida por parte de Emilio, que sabía que sólo nos desharíamos de ellos si les dábamos un poco de su propia medicina, un buen susto. Pisó el acelerador marcha atrás y allá que se largaron escopetados los niños acosadores. A toda prisa nos fuimos después, para que no nos alcanzasen y volviesen a la carga.
Los niños del barrio, los de Doualaré, tal es su nombre, en los terrenos de la misión encontraban amplia cancha para sus juegos y curiosidades. De éstas, como es lógico, fuimos nosotros especial objeto los primeros días tras el de nuestra llegada. A ella correspondimos con igual curiosidad y sin más interés -y en este sentido con todo interés- que conocer a quienes querían conocernos. No soy especialmente niñero y el niño negro no me cautiva más que el niño blanco: yo sólo veo al niño. Por allí se movían Ahmed, Ababiki, Yibrila, Yusufu, Garga, Arafat, Chantal, Aliud… Dada su corta edad, todavía no se encuentran muy acuñadas su personalidades por la sociedad y la cultura en la que crecen, y en este sentido se puede decir de los niños que son iguales en todo el mundo, afirmación que ya no haríamos con respecto a los viejos, los adultos e incluso los jóvenes.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Camerún 11: ¡alaben su nombre con danza!

En la misa del domingo 7 de agosto Camerún me dio ocasión de cumplir lo que dice el Salmo 149 en su versículo 3: “¡alaben su nombre con danza!” Marcel, un adolescente, tocaba la batería y Amaduyán, un treintañero, los tambores. Delante de ellos, la fila del coro se balanceaba y aplaudía al son de la música. No tardé yo nada en sumarme al balanceo y batir palmas. Si de este vaivén hubiesen pasado a ritmos más vivos, creo que tampoco me hubiese retraído. Si llevas en tu corazón la fibra del baile, todo es cuestión de dejarse llevar, soltando corsés y amarras. Si llevas la de Dios, ¿no hay que hacer lo mismo?

martes, 6 de septiembre de 2011

Camerún 10: las risas

Él y ella soltaban sus risotadas como quien lanza de súbito una bomba, al igual que las que Hollywood nos mostraba en sus películas clásicas, aquellos negros del “señorito” o “señorita”, la Mammy por ejemplo de Lo que el viento se llevó o tantos otros. Esto, que parecía que los entontecía y volvía ridículos, no puedo de ningún modo verlo ya así, pues son las carcajadas de X., de Y., apenas necesitadas de un motivo para brotar orondas y explotarte en el pecho.

Camerún 9: la tormenta

Una fenomenal tormenta convirtió la calle en un río y el patio en un lago, un espectáculo necesitado de espectadores, nosotros, acomodados en las butacas que previamente habíamos colocado en el porche. Estos momentos removieron mi memoria cinéfila y me trajeron Mogambo, si bien no sé por qué dado que no se ve en la película ninguna escena de este tipo. El caso es que yo me la inventé y senté a Clark Gable, con su sahariana y su pipa, en nuestro porche al lado de Ava Gardner, en situación ya de poder contemplar las tormentas del cielo tras haber soportado y vencido las de sus azacaneados corazones.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Camerún 8: siéntate y escúchame


Durante la lectura del evangelio la gente permanece sentada. Si nosotros, de pie, subrayamos el respeto, ellos, sentados, subrayan la atención. Así es como conversamos, leemos, vemos una película, asistimos a un enfermo, todo lo que exige calma y concentración, las mismas que, muy aumentadas, necesitamos para escuchar la Palabra de Dios.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Camerún 7: cariátides


Con su carga sobre la cabeza, la espalda muy recta y un caminar sujeto a un ritmo pausado, que nunca cambia, parecen cariátides. Son las mejores modelos, con el paso más elegante, más saludable y más bello que yo he visto nunca. Su coste, el no poder distinguir a los africanos y las africanas por su manera de andar, igual en todos, es ínfimo frente a la visión de la espectacular pasarela que constituyen los caminos de África.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Camerún 6: la moto

Entiendo ahora la pasión de los moteros: sin barreras para el azote magnífico del aire, andar en moto constituye una de esas experiencias físicas que te otorgan una sensación de libertad, la misma que experimentas cuando alcanzas la cumbre de una montaña o te bañas desnudo en el mar. En dos ocasiones hicimos un viaje largo en moto, yendo Ana en la de Emilio y yo en una mototaxi. En el más largo, unos 60 kilómetros, el objetivo era llegar hasta la aldea donde había nacido Simon, el mototaxista, un feligrés de la parroquia. Quedamos a las puertas, a 9 kilómetros, debido al mal estado del camino tras el paso de una tormenta. Ana y yo, subyugados por la experiencia motera, comenzamos a fantasear sobre la idea de recorrer África en moto.
Al atormentado cura de Ambricourt, protagonista de la novela Diario de un cura rural, de Bernanos, de camino hacia Mezargues, donde morirá de cáncer de estómago completándose así su vía crucis, se le concede la experiencia de la felicidad física propia de la juventud, que nunca había conocido. Monsieur Olivier, tras aparecer con su moto, lo invitó a subir. Nuestro protagonista describe después su experiencia en los siguientes términos: “La gruesa voz del motor se fue elevando paulatinamente hasta dar tan sólo una sola nota de extraordinaria pureza (…). El paisaje no parecía echarse sobre nosotros, sino abrirse por todas partes (…). El viento levantado por la carrera (…) se había convertido en un vertiginoso pasillo, un vacío entre dos columnas de aire removidas por una velocidad vertiginosa”.
A la vuelta de nuestra excursión, bajo un cielo encapotado, la llanura que se extendía a ambos lados nos regaló su plenitud, envuelta en una luz gris y violeta. Lo que andando se hubiera gustado de una manera en moto se hizo de otra, convertido el mero aire en puro viento. El espíritu de aquel estupendo spot publicitario de la marca BMW, en el que sólo se veía el brazo del conductor columpiándose en la brisa mientras avanzaba a través de un paisaje montañoso y que finalizaba con un “¿te gusta conducir?”, describiría muy bien lo que yo sentí aquella tarde en la que volvíamos de nuestra excursión.
El deseo de que mi amigo Stefan, entusiasta motero, me lleve a más de 100 kilómetros por hora en su moto ha quedado ahora abierto.