De la acupuntura no obtuve los resultados que yo esperaba pero los tres meses que acudí a las sesiones me dieron a conocer a su practicante, que habría hecho las delicias de Trapiello, tantas veces quejoso de su vida rutinaria y goloso de vidas de novela. Lo era la de mi acupuntor. De origen argentino, en el pasado había sido actor. Después, periodista, con varios tramos: en la Gaceta Ilustrada como director (¿o había sido otro el cargo?), con Pedro J. Ramírez no sé si en El Mundo o en algún otro medio, quien le encomendó la sección de la Bolsa, de la que no tenía ni idea al principio aunque supo arreglárselas, y, finalmente, en la dirección de la edición gallega de ¿qué periódico, ahora olvidado? Abandonó asqueado el mundo del periodismo. “No existe el periodismo independiente. Periodistas sí, pero periódicos no. Hay un dueño, un director, un redactor jefe, filtros por los que deben pasar las noticias antes de que lleguen al lector”. Como ejemplo del caos que puede imperar en la redacción de un periódico me contó el caso de un redactor que, tras un infarto, pasó más de un día muerto sobre su mesa sin que nadie se apercibiese de ello. “Aun con todo, es un mundo fascinante”, comentó.
Aborrecía a Aznar, que entonces gobernaba, y admiraba a Felipe González, único político que, junto con Manuel Fraga, había tenido según él visión de estado. Del segundo había sido consejero bufón junto con otros tres que el ex-presidente gallego había contratado para que le espabilasen el oído, muy regalado por todos los que le rodeaban, sin dorarle la píldora ni calentarle los paños. Creo haberle preguntado como se compadecía su izquierdismo con la aceptación de ese cargo. Aquí vuelve a fallarme la memoria. ¿Lo había hecho por razones económicas, dados los pocos duros que en aquella época tenía en el bolsillo?
Hacía quince o veinte años que ejercía la acupuntura, aprendida en China, como lo mostraban las fotos de la sala de espera, en la que había encontrado puerto gustoso y seguro, y tal vez por ello definitivo. Desde el primer día, cuando le conté los motivos que me habían llevado allí,
la química fue inmediata. Era un hombre muy afectuoso. Alguna vez me recibió o despidió con un par de besos.
Su mujer estaba enferma de cáncer, con el que llevaban luchando varios años, pura pasión la primera y dura pasión el segundo.
Nuestro principal tema de conversación, mientras me ponía las agujas, era el cine, amado por los dos, y con el que acaso revivía su antiguo pasado de actor. Él y su mujer veían una película casi todas las noches. Recuerdo la pasión con que hablaba de La escalera de Jacob, de Adrian Lyne.
Pasados tres meses decidí abandonar el tratamiento. Creo que podríamos haber llegado a ser grandes amigos. Hubo después alguna llamada de teléfono, algún email. Han pasado ya nueve años y la única cuestión que me viene a la cabeza es si su mujer, y él, habrán ganado o perdido su batalla contra el cáncer.
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