“Deja que los muertos
entierren a sus muertos”. Y dejándolo todo, lo
siguió.
domingo, 31 de marzo de 2013
viernes, 29 de marzo de 2013
José, el esposo de María
La persona que yo querría conocer en primer lugar en el cielo, si Dios tiene a bien llevarme a él, es a san José. ¿Qué sabemos de él? Por el evangelista Lucas, lo siguiente: que era hijo de Elí, del linaje de David; que fue a Belén de Judea desde Nazaret para ser empadronado con María, su esposa; que, al no encontrar sitio para ellos en ninguna posada, tuvieron que pasar la noche en un pesebre, en la que María, a la sazón encinta, dio a luz a Jesús, al que adoraron los pastores del lugar, tras ser avisados por un ángel y acudir presurosos; que fue con ella al templo a presentar a Jesús, donde un hombre llamado Simeón los maravilló por las cosas que les contó de su hijo y que les dio su bendición; que un año, al volver de Jerusalén, a donde habían subido por la fiesta de Pascua, se dieron cuenta de que Jesús, con doce años, no estaba con ellos, que lo buscaron y lo encontraron en el templo discutiendo con los doctores de la ley, que lo amonestaron por haberse quedado allí sin avisarlos, lo que les había causado gran angustia, a lo que él respondió que por qué lo buscaban, ¿acaso no sabían que tenía que atender los asuntos de su Padre?, cosa que José y María no comprendieron. Por el evangelista Mateo, esto otro: que fue engendrado por Jacob; que, habiendo desposado a María, supo que estaba embarazada no habiendo ellos todavía comenzado a vivir juntos, por lo que, siendo un hombre justo, había decidido repudiarla en secreto para no infamarla; que se le apareció en sueños un ángel del Señor que le puso al tanto de lo que sucedía, de modo que recibió a María en su casa, la cual dio a luz un niño al que puso por nombre Jesús; que en ocasión distinta se le volvió a aparecer otro ángel para avisarle del propósito de Herodes de encontrar y matar a Jesús y que debían por tanto huir a Egipto; que se le volvió a aparecer para comunicarle que Herodes había muerto y que podían volver a Israel, donde, dado que tuvo miedo de establecerse en Judea porque gobernaba Arquelao, el hijo de Herodes, fue avisado por revelación en sueños de que se fuese a vivir a Galilea, en la ciudad de Nazaret. Y esto es todo: de san José ya no se vuelve a hablar más en los evangelios. ¿Debíamos esperar su mención allí donde aparece María, especialmente en las bodas de Caná, si es que era costumbre invitar a los dos cónyuges y no a uno solo, en este caso a María? ¿No pudo ir, se había ya muerto? ¿Es más que comprensible que no se le mencione, cuando, estando Jesús predicando, le dicen que su Madre y sus hermanos han venido a buscarle, o cuando se habla de que los suyos habían venido a prenderle pues decían que estaba fuera de sí, dado que tendría que estar en su carpintería, trabajando? Nada se nos cuenta, nada sabemos. De acuerdo con el plan de Dios, acaso de José no se tenía que volver a hablar pues ya quedaba escrito todo lo que necesitábamos saber de él en el orden de la salvación.
San José queda en perfectas condiciones para que pase a otras manos: las del orante, las del pintor, las del escultor, las del poeta, las del novelista. Es un personaje que pide ser poetizado, novelado, imaginado, meditado. Cuánto se podría decir de él como padre de Jesús, como esposo de María, como hombre judío de su tiempo, como carpintero, como justo, como hijo de Israel que esperaba al Mesías. San José dulce, san José silencioso, san José humilde, san José trabajador, san José santo...
lunes, 25 de marzo de 2013
Dos santos, dos mujeres, dos fuegos
En el mesón donde descansaba San Francisco, había “una mujer
bellísima de cuerpo, pero de alma sucia, y la maldita le provocó a pecar (...)
Había allí un hogar con mucho fuego (...) Llevándola al hogar, con fervor de
espíritu se quitó el hábito y se echó encima de las ascuas esparcidas por el
suelo, convidándola para que también ella fuese y, desnudándose, se echase con
él en aquella cama tan mullida y hermosa. Y estando así san Francisco largo
rato con alegre rostro, sin quemarse ni levemente chamuscarse, la mujer, espantada
con el milagro y enternecido su corazón, no solamente se arrepintió de su
pecado y mala intención, sino que también se convirtió a la fe de Cristo” (Las florecillas de San Francisco, cap.
XXIV).
Santo Tomás de Aquino en situación similar manejó el fuego de
muy distinta manera, según nos cuenta Chesterton en su Santo Tomás de Aquino: “Sus hermanos introdujeron en su habitación
a una cortesana muy pintada y singularmente seductora, con la idea de
sorprenderle con una súbita tentación o, al menos, de envolverle en un
escándalo (...) Surgió de su asiento, arrebató un tizón del fuego y lo blandió
como si fuera una espada ígnea. La mujer, como era natural, comenzó a dar
gritos y huyó, que eso era lo que él deseaba (...) Todo lo que hizo (él) fue
correr detrás de ella hasta la puerta y cerrarla con furor, y luego, a la
manera de ritual, juntó el tizón a la puerta y la tiñó con un gran signo de la
cruz. Volvió después y lanzó el tizón al fuego”.
San Francisco convidó a la
tentadora al fuego; Santo Tomás la espantó con él.
viernes, 22 de marzo de 2013
Pero Jesús, inclinándose, escribía
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
-El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
-El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Este inclinarse y ponerse a escribir en el suelo
de Jesús, ¿es una treta disuasoria, una contención de su ira, un acto de
soberanía cuyo significado se nos escapa? ¿Por qué lo hace? ¿En qué piensa
Jesús? ¿Qué escribe, no una sino dos veces? El desconcierto de los escribas y
fariseos debió ser mayúsculo. ¿Qué pensaba mientras tanto la mujer adúltera,
que, seguramente muy cerca de él, en el suelo, veía como el Maestro se agachaba
y se ponía a su altura, si bien todavía no la miraba sino que sólo escribía?
Jesús se adueña de la
situación, como siempre, y como si nada, desconcertando a veces, como aquí. No
es dirigido sino que dirige; vuelve de cara lo que le traen del revés; su
sabiduría confunde “las sabidurías”; su sencillez, la complicación; su
silencio, la altisonancia. Jesús, espontánea, naturalmente, es el Señor.
jueves, 21 de marzo de 2013
Los más viejos
En la escena de la mujer adúltera,
los que querían lapidarla, tras oír de labios de Jesús “el que esté libre de
pecado que tire la primera piedra”, “se fueron escabullendo uno a uno,
empezando por los más viejos”. Siempre que leo u oigo este pasaje del evangelio
queda resonando en mí este “empezando por los más viejos”. Hay que imaginarlos
saliendo del grupo, con la cabeza inclinada, apoyados los más débiles en su
bastón, hecha añicos su furia judicial, su “sabiduría”, si bien ésta misma es
la que les ha permitido ver antes que los más jóvenes el pecado del que no
están libres: ya no están en edad de no “saberlo” de inmediato cuando no es
cualquier luz la que los envuelve. Los más jóvenes, que acaso contaban con apoyarse
en ellos si Jesús lograba confundirlos, se quedan sin tal apoyo y no pueden
sino seguirlos con su pecado al descubierto.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Mateo 25: el juicio final
Recuerdo que, al hilo de
Mateo 25, mi añorado Juan Luis Ruiz de la Peña decía que “el cristianismo no es
un gnosticismo”. Es cierto. A los que Jesús llama y sienta a su derecha en el
juicio final no les dice “venid vosotros, benditos de mi Padre, porque me
conocisteis", es decir, porque explícita y
directamente sabíais con quien tratabais, sino porque me alimentasteis, disteis
de beber, hospedasteis, curasteis y visitasteis en la cárcel sin saberlo. Si lo hubiesen sabido no le
preguntarían: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, etc.?” “En
verdad os digo, les contesta el Hijo del hombre, que cada vez que lo hicisteis
con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Este
“hicisteis” es la clave: (le) conoce quien (le) hace, quien, aun no habiéndolo conocido personalmente
-digámoslo así para entenderos-, lo amó porque amó a sus hermanos más pequeños.
martes, 19 de marzo de 2013
La verdad santa
Hay ocasiones en las que
sólo hombres que no están en sus cabales saben decir la verdad santa.
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