Tengo intolerancia cero contra el sufrimiento. Lo considero fruto del pecado. A medida que crezco no me veo con mejores mañas para sufrir sino casi al contrario, me noto más vulnerable. Sufrimientos pasados no me han valido para sobrellevar mejor sufrimientos posteriores. De cada vez, partí de cero. En cuanto hijo de Dios me considero hijo de la alegría y la felicidad, en línea rectísima con la de nuestros primeros padres en el paraíso. Me sé de éste, lo gritan mis entrañas cuando me atenaza el dolor: ansío volver a él, que todos volvamos a él para no sufrir ni llorar nunca más.
Hemos hecho, sí, grandes cosas con el sufrimiento, acopiar cantidades ingentes de sabiduría. No quedaba más remedio. De la necesidad, virtud. Pero maldito el pecado que creó esa necesidad de la que hemos sacado virtud. Duro, muy duro, durísimo el peaje. Querría no tener que pagarlo, que nadie tuviese que pagarlo, para llegar a ser sabio, sino que viniese rodado, de suyo, con el puro discernimiento que logra la inocencia. Qué pena que ésta se nos fuese por obra del delito primero que nosotros hemos reafirmado año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio, hasta hoy, hasta mañana, hasta el último futuro. Qué penosas las penas, qué injustas las injusticias, qué horrendos los horrores. Qué hermoso habría sido el color de la encarnación de Jesús en un mundo inocente, sin pecado. Con él, he ahí el color de la hiel, del azote, de la espina, de la cruz. Félix culpa, sí, pero cuánto mejor hubiese sido félix innocentia.
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