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sábado, 5 de enero de 2013

Los santos inocentes



El leit motiv de El evangelio según Jesucristo, la novela de José Saramago, es el peso de la culpa que siente José por no haber avisado a aquéllos de sus vecinos que tenían hijos menores de dos años para que se pusiesen a salvo, ante la inminente venida de las huestes de Herodes, que buscaba al heredero del trono de David para matarlo. El peso de esa culpa la heredará Jesús y por esta vía transcurrirá la novela.

Me dejó muy desconcertado, y sobre todo desarmado, este planteamiento de Saramago. Me vi preguntándome yo también: “Sí, ¿por qué no los avisó?”, sin saber qué responder. ¡Tonto de mí! ¿Podía San José informar de algo que no sabía? En ese momento no caí en la cuenta de que no hay ningún dato en el evangelio que indique que el padre terreno de Jesús conocía los propósitos de Herodes, más allá del de la búsqueda de Jesús para matarlo. Se entenderá entonces lo contento que me puse el pasado día 28, al que corresponde la lectura de Mateo 2, 3-18, donde se narra el aviso del ángel a José para que escapen a Egipto, “porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. Y no le dice nada más. ¡Qué bien y qué alivio!

Antes que Saramago, ya el protagonista de La caída, de Albert Camus, culpa en cierto modo a Jesús de la muerte de los niños de Judea, por la que queda irremediablemente afectado:


Mire usted, ¿sabe por qué lo crucificaron a aquel otro, a aquel en quien tal vez usted piensa en este momento? Bueno, había muchas razones para hacerlo. Siempre hay razones para asesinar a un hombre. En cambio, resulta imposible justificar que viva. Por eso, el crimen encuentra siempre abogados, en tanto que la inocencia, sólo a veces. Pero, junto a las razones que nos explicaron muy bien durante dos mil años, había una muy importante de aquella espantosa agonía. Y no sé por qué la ocultan tan cuidadosamente. La verdadera razón está en que él sabía, sí, él mismo sabía que no era del todo inocente. Si no pesaba en él la falta de que se lo acusaba, había cometido otras, aunque él mismo ignorara cuáles. ¿Las ignoraba realmente, por lo demás? Después de todo él estuvo en la escena; él debía haber oído hablar de cierta matanza de los inocentes. Si los niños de Judea fueron exterminados, mientras los padres de él lo llevaban a lugar seguro, ¿por qué habían muerto, sino a causa de él? Desde luego que él no lo había querido. Le horrorizaban aquellos soldados sanguinarios, aquellos niños cortados en dos. Pero estoy seguro de que, tal como él era, no podía olvidarlos. Y esa tristeza que adivinamos en todos sus actos, ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel, que gemía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? La queja se elevaba en la noche. Raquel llamaba a sus hijos muertos por causa de él, ¡y él estaba vivo!



Este episodio de la historia de la salvación es durísimo, cuyo sentido iluminó como nadie Charles Péguy en su obra El misterio de los santos inocentes. Cristina, en su blog, nos dio a conocer un pasaje de la misma. Podrían sumarse muchos otros. La belleza y profundidad teológicas que alcanza el autor francés son asombrosas, y sólo desde ellas se comprende el significado último de tan terrible matanza. Quien lea la novela de Camus y la de Saramago, haga lo mismo después con el poemario de Péguy para, con toda la potencia de su luz, contra la acusación de los primeros, pueda levantar acta de lo que realmente, es decir, cristológica y teológicamente, había acontecido aquel día en Belén y sus alrededores.

lunes, 15 de octubre de 2012

Citas del alma o mis ritornelos



Llamo “ritornelos” a los textos que acuden a mi cabeza con frecuencia, muchas veces sin motivo y otras veces con él; podría llamarlos también mis “citas del alma”, si atiendo a la fuerza con la quedaron inseridos en mí. Una cosa los caracteriza: pertenecen todos a una etapa de mi vida lectora, pasada la cual ya ningún otro se incorporó a este bagaje. Aunque no sabría precisar cuándo tuvo lugar ese final de etapa, si puedo decir que fue hace ya bastantes años, más de diez por lo menos. Me pregunto por qué desde entonces no se sumó ningún texto nuevo. ¿Habré quedado surtido con todos los que necesito sin que quepa ninguno más? ¿Son ya suficiente alimento “En la vida el matiz lo es todo” (Azorín), “No podíamos estar siempre en un ser” (Santa Teresa de Jesús), “Y estás sintiendo como / la mayor injustica de la vida / es el dolor del cuerpo, el del espíritu / se templa con espíritu” (Claudio Rodríguez), “En cada cosa humilde hay un ángel” (G. Bernanos), “Todo el que duerme cree en Dios” (Chesterton), “El sueño es quizá mi creación más bella” (Péguy), “Nadie sabe vivir” (Luis Rosales), “De transcurrir no cesan los minutos, / Y el tiempo –que en el alma se acumula-” (Jorge Guillén), y unos cuantos más? Tal vez sí; tal vez en un momento dado, lejano ya en el tiempo, no tuve necesidad de más pan para el camino de cada día.

miércoles, 10 de octubre de 2012

El pack



Llevaba mis dos tomos de las obras en prosa de Péguy, en la colección la Pléiade de la editorial Gallimard, para Cristina. En mi parada y fonda en casa de Alfonso, mi amigo me pidió que me probara un par de tenis que se había comprado y que, dado que le rozaban el dedo gordo, no los iba a usar. En mi caso haría falta que los míos fuesen el doble de largo para que alcanzasen la punta. Muy pero que muy holgados me iban, vaya, pero, por hacerle el favor de sacárselos de encima, me los llevé sabiendo que tampoco yo los iba a poner. Entonces me acorde de J.P., el hijo de Cristina, más alto que yo y a quien por tanto podrían valerle. Me vi así con un inesperado pack: Péguy para la madre y tenis para el hijo.
(La jugada se ha completado inmejorablemente: me informa Cristina que a J.P. le sirven los tenis y ella, por su parte, está disfrutando mucho la lectura de nuestro querido autor francés).

domingo, 4 de marzo de 2012

Hitos


En torno a mis 20 años, una serie de libros fueron hitos reveladores que me lanzaron hacia delante en la búsqueda de mi lugar en el mundo:

Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller, y dentro de esta obra, muy especialmente, el capítulo

Charles du Bos y la peregrinación hacia la esperanza, del cuarto volumen.

El hombre que fue Jueves, de G. K. Chesterton.

El misterio de la caridad de Juana de Arco, de Charles Péguy.

Luis Felipe Vivanco: La humildad de ser poeta, de Olegario González de Cardedal, capítulo quinto de su libro El poder y la conciencia.

Diario, de Luis Felipe Vivanco.

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato.

Gloria, de H. U. von Balthasar.

Sin estos alientos primeros, no sería el hombre, el cristiano, el escritor que hoy soy.

De Charles du Bos: “La grandeza de la vida está en ser un fracaso; la grandeza de la vida está en ser una herida, acaso no para las criaturas a las que el uso de su oficio puede llevar a la serenidad soberana, pero en todo caso, sí para los seres humanos cuyo ser mismo consiste en sentir, y que sólo pueden expresarse por la escritura”.

De El hombre que fue Jueves: “Aquella cara se hinchó por instantes, hasta llenar todo el cielo; después, todo se escureció. Y en medio de la oscuridad, antes que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna vez había oído quién sabe dónde: «¿Podréis beber en la copa que yo bebo?»”

De El misterio de la caridad de Juana de Arco: “Hay que salvarse juntos. Hay que llegar juntos hasta Dios. Hay que presentarse unidos. No podemos ir a ver a Dios los unos sin los otros. Es preciso que volvamos todos a la vez a casa de nuestro padre. Hay que pensar también algo en los demás. Hay que esforzarse un poco los unos por los otros. Qué nos diría él si llegásemos, si volviésemos los unos sin los otros”.

De Luis Felipe Vivanco: La humildad de ser poeta: “Fue Luis Felipe un español incapaz de gran conquista y de logros resonantes. Ni siquiera fue capaz de ejercitar con eficacia su carrera de arquitecto para ganar con ella el pan de cada día, en unos decenios en que se reconstruyen las viviendas de la mitad de los españoles y el nuevo Estado entrega un hogar a cada familia, abre túneles, tiende puentes, cierra cursos de ríos con pantanos, proyecta aeropuertos e inaugura patrióticos monumentos. Era él incapaz de esos haceres y construcciones hacia afuera. Sólo tenía palabras, que nacen desde dentro y hacia dentro reconducen. Pero fue capaz de estar en medio de España con verdad y entereza verticales, con generosidad de padre y sorprendido agradecimiento de esposo, con temor de niño desvalido en un mundo de mayores exigentes, con la dolorida humildad de ser poeta”.

De Diario: “¡Qué unido me siento con María Luisa y los niños, qué unido con Gredos, y con el padre Querejazu, y con los buenos amigos, qué unido con mi poesía. Poesía y naturaleza, realidad del mundo (…) mis lecciones a mi hijo sobre la realidad de este mundo. Mi Continuación y mi Descampado. ¡Qué unido a todo lo mío, a mi vida entera tal vez equivocada! No. No he fracasado, soy como soy y quiero estar, seguir estando (con un mínimo de holgura económica). Señor, dame ese mínimo. No se trata de rectificar nada, sino al contrario, de afirmar lo mío”.

De Sobre héroes y tumbas: “Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado, mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada”

De Gloria: “El propósito de la presente obra es desarrollar la teología cristiana a la luz del tercer trascendental, es decir, completar la visión del verum y del bonum mediante la del pulchrum. Mostraremos hasta qué punto el abandono progresivo de esta perspectiva (que tan profundamente configuró en otras épocas a la teología) ha empobrecido al pensamiento cristiano. Por consiguiente, no se trata de abrir para la teología un cauce secundario y más o menos experimental, impulsados tan solo por una vaga y nostálgica melancolía, sino más bien de retrotraerla a su cauce principal, del que, en gran parte, se había desviado”.

Que así sea.

domingo, 2 de enero de 2011

Recurrencias: un santo triste no siempre es un triste santo

“Después de todo, es posible que Dios te tenga preso en la tristeza”.
(Georges Bernanos, Diario de un cura rural)

“Sé que... te consumes en toda la tristeza de un alma cristiana. Y es una tristeza infinita. Yo he pasado por ahí. Los santos y las santas, todas las santas y todos los santos han pasado por ahí. Es el mismo requisito, es la dura condición, la dura ley, el duro aprendizaje de la santidad” .
(Charles Péguy, El misterio de la caridad de Juana de Arco)

martes, 23 de febrero de 2010

Bellos y buenos

Tengo incrustado en mis genes cordiales el deseo de mejoría, y no soy de los que voceo el “¡soy así, y que me aguanten!”. De hecho soy, somos, de una determinada manera, y muchas veces a los demás, al tropezar con las esquinas punzantes de nuestro ser, no les queda más remedio que aguantarlas y sufrirlas. Aquí se da un irremediable quid pro quo: tú me aguantas a mí y yo te aguanto a ti.
Yo, en cualquier caso, no me conformo con que ese afilamiento de mis bordes se mantenga tal cual. Me importa, y mucho, desafilarlos, limarlos, suavizarlos. Tengo presente también que, detrás de este anhelo mío, además de mi deseo de no dañar a nadie ni embravecer la convivencia, obra igualmente cierto narcisismo, aunque quizá no sea ésta la expresión más exacta. Me explico. El ideal de mejoría tendría que ser un ideal de justicia, con uno mismo y con los demás, y no un ideal estético, aquel que vendría auspiciado por el deseo de ofrecer un “bello perfil espiritual”. La única belleza de la que cabría hablar aquí tendría que ser subsiguiente, por añadidura, la otorgada por la misma justicia, y nunca buscada por si misma. Sería la “justicia” la que otorgaría la “justeza”, por decirlo al modo de Charles Péguy. Aunque tampoco es descartable que alguien, obrando al revés, termine en manos de un ideal de justicia cuando al principio sólo lo había animado un ideal de belleza, que la justeza lo lleve a la justicia.
¿Son separables, sin embargo, ambos aspectos? Se puede y se debe diferenciarlos pero ¿no se funden en único impulso, de modo que, quien desea mejorar, lo hace siempre animado por un ideal de bondad y hermosura? Si lo bello es bueno, si lo bueno es bello, ¿no tiene que ser necesariamente así? ¿No decimos acaso de una persona buena que es “una bella persona”? En esto somos herederos de los griegos, cuyo ideal de perfección ética quedaba descrito por el “kalós kai agathós”, lo bello y lo bueno. Seamos pues bellos, es decir buenos. Seamos buenos, es decir bellos.

domingo, 21 de junio de 2009

Léon Bloy (3)

“Fuego soy apartado, y espada puesta lejos”, dice la pastora Marcela en El Quijote. Así quiero tener yo a Bloy con respecto a mí, como fuego, pero un poco apartado, para que me ilumine sin quemarme, como espada, pero un tanto lejos, para que su filo relampaguee sin cortarme. Acaso la quemazón y el corte serían beneficiosos para mí, me harían un daño saludable, pero, ¡ay!, la duda persiste. Demasiado abismal, demasiado selvática su entrega al sufrimiento: mi sensibilidad no lo soporta. Sé que lo hizo por amor a Cristo, por amor a María, que es necesario que haya hombres y mujeres que, llevados de un amor colosal al Siervo Sufriente de Yahvé, completen lo que falta a su pasión. Sin ellos, la obra redentora se vendría abajo, no continuaría, todo quedaría falseado. Todo esto lo sé… Pero hay estilos, otros estilos. El de Bloy me lastima y me confunde. No puedo tenerlo por eso en la cocina de mi casa, con Chesterton y Péguy y Bernanos y Lewis y tantos otros. Eso sí, le reservo una muy cómoda habitación, aunque un poco apartada.

miércoles, 17 de junio de 2009

Léon Bloy (1)

Sobrevivir a Picasso, decía el título de una película. Sobrevivir a Bloy, el de los Diarios, digo yo ahora, pero para vivir sobre él, de él, si bien tomando distancia frente a sus enormidades, que no son pocas, porque Bloy, como León que es, ruge, y muy fuerte, si bien al mismo tiempo te acaricia poderosamente. ¡Qué hombre, qué coloso del dolor, que titán de la aflicción, qué hércules de la miseria, qué testigo del Absoluto, de Dios, de Jesús, del Espíritu, de María, de los santos! ¡Ah, Bloy, me has arañado pero bien, como muy pocos lo hicieron, Péguy, Bernanos, tus compatriotas franceses!