La hermana Marie Pierre nos invitó a visitar la cárcel de Maroua, en la que lleva trabajando bastantes años. Un funcionario de alto rango, impecablemente uniformado, fue nuestro esmerado y orgulloso guía. Primero entramos en la zona de las mujeres. Había pocas, unas quince, lo que les otorgaba espacio suficiente como para considerar que vivían en condiciones aceptables. Entre ellas estaba la mujer del propietario de una tienda en el mercado, conocido de Emilio, en la que habíamos entrado a comprar unos refrescos. Había arrojado a su hijo de unos meses a un pozo. Otra lo tenía con ella allí, pues había nacido en la cárcel.
Lo aceptable en la zona de las mujeres se tornó inaceptable en la de los hombres. En un espacio que incluía dos patios pequeños y un recinto cubierto se hacinaban novecientos reclusos; llegó a haber más de mil. Por allí estaría el hijo de Rodia. En el primer patio algunos desarrollaban actividades artesanales, formando una especie de minúsculo mercado. Cuando nos dirigimos al hangar-dormitorio atravesamos el segundo patio, donde algunos presos se estaban duchando. ¿Se sintieron sorprendidos o también perturbados? ¿Les incomodó que una mujer blanca los viera desnudos? ¿Y un hombre blanco? Uno de ellos cubría sus partes con las manos.
El recinto estaba lleno de colchones; allí dormían, dormitaban, estaban. De unos clavos pendían sus escasas pertenencias. Vi dos ventiladores en el techo. Como no llegué a entrar del todo no sé si habría alguno más. El año pasado, en la estación seca, en la que se alcanzan altísimas temperaturas, murieron dos presos cada día. Alguien nos contó que, aun en medio del horrendo calor, tenían que taparse para no ser abrasados por las gotas que caían. Este año habían conseguido evitar las muertes.
No sé si pensó el señor subdirector que éramos turistas penitenciarios pues nos informó que, una vez que visitáramos las cárceles de Garoua y Yaundé, comprobaríamos que la de Maroua era la mejor de Camerún. ¡Dios mío! ¿Cómo serían las otras? Pero bien pudiera estar echándose una flor para lucirse ante nosotros, pensó Ana. A saber.
Yo estaba deseando que terminase la visita. Me sentía incómodo. Creo que la razón principal era el poco espacio, la falta de distancia entre unos y otros y que, dadas las circunstancias, se me antojaba indispensable para aliviar la presión de tantos ojos observándote y liberar los míos para una mirada que no resultase impúdica ni invasiva.
Nos volvimos a reunir con Marie Pierre. Nos presentó al director de la cárcel, un hombretón que sonreía mucho y que me causó muy buena impresión. Por Emilio supimos que había puesto fin a ciertas prácticas corruptas, lo que seguramente no le había granjeado amigos en un país lleno de ellas. Alabó el trabajo de Marie Pierre, pero ella revertió el elogio usando una hermosa imagen: “yo sólo pongo el maíz; él es el molino”.
2 comentarios:
Aunque nunca llegue a leer esto, vaya desde aquí mi más absoluta admiración hacia Marie Pierre, una mujer inteligente, trabajadora, de carácter...
A ella me sumo, Ana.
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