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lunes, 23 de noviembre de 2015

Padre, Señor, Amigo

Parafraseando a Olegario (González de Cardedal):

Hijos del Padre, siervos del Señor, amigos del Amigo: así es nuestra relación con Dios.

martes, 8 de septiembre de 2015

El estilo del escritor

¿Controla el escritor su escritura hasta el punto de que pueda volverla más inteligible, si este fuera el caso? ¿O no podría aunque quisiera? Olegario González de Cardedal, en el prólogo de su libro El quehacer de la teología, dice: “Con el fin de facilitar la lectura, me he esforzado para que el estilo fuera lo más transparente posible, evitando los tecnicismos” (El subrayado es mío). Olegario quiso y supongo (no leí el libro) que pudo hacer que su estilo fuese “más transparente”. Esto viene a cuento porque a mí gustaría entender más y mejor a un determinado bloguero que tiene un estilo a ratos oscuro y enrevesado, lo que hace que yo me aleje de su lectura. Si fuera su amigo tal vez me atreviese a hablarle de esto mas no es el caso. Mi pregunta inicial de todos modos persiste: ¿le sería posible escribir de un modo más “transparente”? Porque a lo mejor no podría aunque quisiera. ¿Escribimos como queremos, como podemos o todo a un tiempo?

lunes, 5 de enero de 2015

La universidad

Yo pensaba que en la universidad me iba a encontrar con tribunas ocupadas por genios, verdaderos magos del saber y de su transmisión. No fue así. Había un puñado de buenos docentes, conocedores acreditados de su materia, y después, aparte, muy por encima, Olegario González de Cardedal, el catedrático de cristología. Los demás, por comparación, resultaban agraviados. Nadie sabía tanto como él, nadie hablaba tan bien como él, nadie transmitía tanta pasión como él. Por ser mis exigencias y mis expectativas tan altas con respecto a la universidad, me sentí, ¿injustamente?, defraudado por ella; en algún momento de la carrera, quizá en el cuarto curso, sentí un aburrimiento mortal y más de una vez se me pasó por la cabeza tirar la toalla. En el recuerdo, me veo como un estudiante mucho más entusiasta en la etapa de BUP y COU que en la Universidad. Y de repente, ahora, veo una posible razón: llevábamos deberes para casa, lo que suponía, en cierto grado, investigar y poner a trabajar las propias fuerzas intelectuales; el profesor, al día siguiente, podía llamarnos al encerado a resolver un problema o a dar la lección, y hacerlo con éxito era un sumo placer intelectual. En la universidad no hubo nada de esto: desde el comienzo de la impartición de la materia respectiva hasta la rendición de cuentas en un único examen no se nos exigía nada en el intermedio, ningún “deber” investigador llevábamos para casa. Es cierto que lo que ahora echo de menos lo echaría de más si tal cosa hubiese ocurrido: ¿deberes en la universidad? Venga ya, que somos mayorcitos. Pero fue precisamente el “deber” de hacer la tesina la que me devolvió la felicidad en los dos últimos años de la carrera. Uno volvía a ser un sujeto intelectualmente activo, al verse exigido a culminar un proyecto investigador. En mi caso esto fue absolutamente fruitivo.
Estas dos cumbres, las clases de Olegario y mi estudio de la obra de Ernesto Sábato, tema de mi tesina, salvaron mi experiencia universitaria. Debiera haber habido más; desgraciadamente, no las hubo.

lunes, 7 de enero de 2013

Buscando a Debra Winger



Uno necesitaría mil palabras para explicar hasta qué punto y de qué manera le fascinan los actores, ciertos actores, pero sobre todo las actrices, ciertas actrices. El deseo de escribirlas ha vuelto estos días, al ver  Buscando a Debra Winger, un documental dirigido por la actriz Rosanna Arquette y en el que otras actrices, famosísimas muchas de ellas, cuentan lo que piensan y sienten del Hollywood que las ignora una vez que alcanzan los cuarenta años. De emoción en emoción veo y escucho a Sharon Stone, Meg Ryan, Whoopi Goldberg, Melanie Griffith, Holly Hunter, Frances McDormand, Gwyneth Paltrow y muchas otras. Que el título se refiera a Debra Winger se debe a que esta actriz abandonó el cine cuando tenía 50 años, por todas las incomodidades y asfixias que el sistema de Hollywood le provocaba.

Es una de mis actrices favoritas, lo cual significa que tengo por ella un amor incondicional. No sabría decir el porqué. En muchos casos, al instante te viene una razón que explica el motivo de la fascinación o el amor que sientes por alguien pero en otros no: es más difuso e inconcreto, y averiguarlo te llevaría horas y cientos de palabras sin llegar finalmente a desvelarlo. Yo he visto a Debra Winger actuar en Cowboy de ciudad (1980), Oficial y caballero (1980), La fuerza del cariño (1983), Peligrosamente juntos (1986), El caso de la viuda negra (1987), El sendero de la traición (1988), Tierras de penumbra (1993), Olvídate de París (1995), En terapia (2008) y La boda de Rachel (2008). ¿Quién es, qué tiene esta actriz para que me guste tanto? Empiezo mi indagación por su rostro. Es rectangular (creo que la rectangular es la plantilla base de todas las caras; después podrán ser más o menos alargadas, más o menos anchas, más o menos redondeadas...), alargado, con una mandíbula picuda, fuerte (como la de Katherine Hepburn o Sigourney Weaver, otras de mis actrices preferidas), un rostro claro y luminoso, ojos de color azul grisáceo y frente despejada. Para mí es tremendamente atractiva pero, además, ¿es bella? La punta redondeaba de su nariz impide que lo sea más. No se podría decir que tiene un físico potente pero sí se adivina una personalidad intensa e inteligente. Hará lo que quiera hacer, será lo que quiera ser; nadie podrá manejarla. Y por aquí, creo, me estoy acercando al quid de la cuestión, que coincide con el que explica la pasión que siento por otras actrices: Debra Winger es fuerte. Sí, me atraen indefectiblemente las mujeres fuertes, independientes, ingobernables, dueñas de sí mismas. Y hay un freud que lo explica, ya no subterráneo ni inconsciente: X, que tiene un poderosísimo ascendiente afectivo sobre mí, se adecúa, en alguna medida, a este perfil. ¿Son las Katherine Hepburn, Sigourney Weaver, Debra Winger, trasuntos, proyecciones o amplificaciones de X? Puede que sí.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Exigencia y gracia


“El cristianismo es absoluta exigencia y absoluta gracia”, nos dijo un día Olegario. Si Dios no nos exigiese nada, no lo respetaríamos. Si no nos diese nada, no lo amaríamos.

domingo, 4 de marzo de 2012

Hitos


En torno a mis 20 años, una serie de libros fueron hitos reveladores que me lanzaron hacia delante en la búsqueda de mi lugar en el mundo:

Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller, y dentro de esta obra, muy especialmente, el capítulo

Charles du Bos y la peregrinación hacia la esperanza, del cuarto volumen.

El hombre que fue Jueves, de G. K. Chesterton.

El misterio de la caridad de Juana de Arco, de Charles Péguy.

Luis Felipe Vivanco: La humildad de ser poeta, de Olegario González de Cardedal, capítulo quinto de su libro El poder y la conciencia.

Diario, de Luis Felipe Vivanco.

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato.

Gloria, de H. U. von Balthasar.

Sin estos alientos primeros, no sería el hombre, el cristiano, el escritor que hoy soy.

De Charles du Bos: “La grandeza de la vida está en ser un fracaso; la grandeza de la vida está en ser una herida, acaso no para las criaturas a las que el uso de su oficio puede llevar a la serenidad soberana, pero en todo caso, sí para los seres humanos cuyo ser mismo consiste en sentir, y que sólo pueden expresarse por la escritura”.

De El hombre que fue Jueves: “Aquella cara se hinchó por instantes, hasta llenar todo el cielo; después, todo se escureció. Y en medio de la oscuridad, antes que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna vez había oído quién sabe dónde: «¿Podréis beber en la copa que yo bebo?»”

De El misterio de la caridad de Juana de Arco: “Hay que salvarse juntos. Hay que llegar juntos hasta Dios. Hay que presentarse unidos. No podemos ir a ver a Dios los unos sin los otros. Es preciso que volvamos todos a la vez a casa de nuestro padre. Hay que pensar también algo en los demás. Hay que esforzarse un poco los unos por los otros. Qué nos diría él si llegásemos, si volviésemos los unos sin los otros”.

De Luis Felipe Vivanco: La humildad de ser poeta: “Fue Luis Felipe un español incapaz de gran conquista y de logros resonantes. Ni siquiera fue capaz de ejercitar con eficacia su carrera de arquitecto para ganar con ella el pan de cada día, en unos decenios en que se reconstruyen las viviendas de la mitad de los españoles y el nuevo Estado entrega un hogar a cada familia, abre túneles, tiende puentes, cierra cursos de ríos con pantanos, proyecta aeropuertos e inaugura patrióticos monumentos. Era él incapaz de esos haceres y construcciones hacia afuera. Sólo tenía palabras, que nacen desde dentro y hacia dentro reconducen. Pero fue capaz de estar en medio de España con verdad y entereza verticales, con generosidad de padre y sorprendido agradecimiento de esposo, con temor de niño desvalido en un mundo de mayores exigentes, con la dolorida humildad de ser poeta”.

De Diario: “¡Qué unido me siento con María Luisa y los niños, qué unido con Gredos, y con el padre Querejazu, y con los buenos amigos, qué unido con mi poesía. Poesía y naturaleza, realidad del mundo (…) mis lecciones a mi hijo sobre la realidad de este mundo. Mi Continuación y mi Descampado. ¡Qué unido a todo lo mío, a mi vida entera tal vez equivocada! No. No he fracasado, soy como soy y quiero estar, seguir estando (con un mínimo de holgura económica). Señor, dame ese mínimo. No se trata de rectificar nada, sino al contrario, de afirmar lo mío”.

De Sobre héroes y tumbas: “Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado, mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada”

De Gloria: “El propósito de la presente obra es desarrollar la teología cristiana a la luz del tercer trascendental, es decir, completar la visión del verum y del bonum mediante la del pulchrum. Mostraremos hasta qué punto el abandono progresivo de esta perspectiva (que tan profundamente configuró en otras épocas a la teología) ha empobrecido al pensamiento cristiano. Por consiguiente, no se trata de abrir para la teología un cauce secundario y más o menos experimental, impulsados tan solo por una vaga y nostálgica melancolía, sino más bien de retrotraerla a su cauce principal, del que, en gran parte, se había desviado”.

Que así sea.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Olegario


Olegario (González de Cardedal) traía escrito el guión de su clase de cristología en un folio, que ponía en el ambón desde el que impartía su lección magistral. Su palabra bella y encendida, el rigor y la profundidad de su pensamiento, su vasta cultura, me deslumbraban. Sobrepasaba con mucho al resto de los profesores. En él parecía caber todo, no siéndole ajeno ningún horizonte: hacía honor a la universidad siendo universal. Pero no era del gusto de todos, para sorpresa mía. A., por ejemplo, mi vecina de banco, que era igualita a Olivia, la mujer de Popeye, al finalizar un día una clase de Olegario y exclamar yo “¡qué gozada!”, dijo: “pues a mí no me gusta nada”.
El primer día de clase (corría el curso 1985-1986), apelando al postulado marxista que relaciona materia y conciencia, nos preguntó cuál era la materia en la que había crecido nuestra conciencia, o más sencillamente, cómo nos llamábamos y cuál era nuestro origen geográfico y eclesial. Uno tras otro fuimos dando nuestro paso al frente para identificarnos. Un alumno, un rostro.
Olegario es alto; mide por lo menos 1,80. Anda ligero, sin encorvarse ni encoger los hombros, bien recta la espalda. En invierno, se tocaba con un gorro de astracán de color negro para protegerse la cabeza de los acerados fríos salmantinos. Siempre venía de traje y corbata; ésta debía molestarle un tanto pues uno de sus gestos característicos era meter el dedo entre el cuello de la camisa y la garganta para aflojar su estrechez. Su voz tiene dejes y finales atiplados, desconcertantes y graciosos al principio por inesperados.
Era muy accesible, como todos los profesores en general, y de no haber tenido yo la timidez que entonces tenía estoy seguro que lo hubiera aprovechado mucho más en el terreno personal. Se instauró de todos modos una corriente de afecto profundo que dura hasta hoy, a pesar de que, una vez finalizada mi etapa salmantina, sólo lo volví a ver tres veces, la última en 1994 (¡hace ya diecisiete años!), en el que asistí a uno de sus cursos de verano que por aquellos lustros organizaba en El Escorial la Universidad Complutense de Madrid.
Quince son las cartas que he recibido de él y otro tanto las que yo le envié desde 1990, cuando terminé mis estudios en Salamanca. Han pasado veintiún años. No sale ni a una carta por año. Una correspondencia escasísima, que con todo nos ha sostenido como amigos. Una y otra vez, mientras le enviaba yo mis escritos, me animaba él a ir a visitarlo a Salamanca, donde de mejor manera lo trataríamos todo, la última en 2006, a propósito de la celebración de su última lección como profesor, antes de jubilarse, a la que me invitaba. Nunca fui, sin más razón que la falta de confianza, la timidez y la pereza, perdiéndome así luces, saberes y presencialización de afectos, que habrían dado más espesor y vuelo a nuestra amistad. ¿Y cómo evaluar la pérdida que ello supuso para mi vocación y tarea de escritor?
En relación con esto último viene lo que ahora cuento. Escondiéndome en el anonimato, que descorrí transcurrido un tiempo, le envíe una obrita que había escrito por aquel entonces, a la que acompañaba una carta en la que, entre otras cosas, le decía:
“Le envío algo que he escrito este verano pasado (año 1988). En este momento de mi vida en que ante mí no veo camino, la escritura se me presenta muchas veces como un deseo, una necesidad, un sufrimiento, una desesperanza, una vocación… ¡ay, no lo sé! (…) La confianza y la seguridad me abandonan continuamente y un enorme interrogante se clava en el centro de mi querer: ¿Puedo escribir? ¿Tengo algún talento, alguna posibilidad? (…) ¿Cómo sabré si mi mano temblorosa traza una línea bella?
Su respuesta no tardó en llegar, en “Salamanca, día de San Juan de la Cruz 1988”. Entresaco estas líneas, relacionadas con las mías:
“En su carta se hace tres preguntas que me remite: ‘¿Tengo algún talento, alguna posibilidad? ¿Puedo escribir? ¿Cómo sabré si mi mano temblorosa traza una línea bella?’ La vocación literaria parece que es evidente en V. La pasión que le lleva a escribir, a sostenerse en un texto de redacción larga como el que me envía, lo confirma. Vocación es siempre ilusión y desazón, anhelo e impotencia. En última instancia la vocación le es conferida a uno por Otro y aun siendo lo más entrañable de uno mismo, viene de lejos. Una vocación hay que servirla con fidelidad y constancia. No sufra por ello: ésa es su más entrañable naturaleza”.
Esta carta, para mí hito y joya, sumada al resto -sus clases, sus libros, las cartas que siguieron, los escasos encuentros- me echó definitivamente en sus brazos.
El amor por la palabra, la pasión por la verdad, la estética en su sentido más profundo puesta a la misma altura que la ética, la hondura de la vocación y su vivencia como misión, la dignidad del pensamiento, el cultivo responsable de la inteligencia ante uno mismo, ante los demás y ante Dios: todo esto y mucho más formó parte de la entrega, la traditio, de Olegario. Fue, y de alguna forma lo sigue siendo, el maestro.

lunes, 14 de marzo de 2011

Charles Moeller

Las cosas verdaderamente importantes de una casa están en el desván. Los niños lo saben mejor que nadie. Y los no tan niños, el joven que yo era allá por el año 1983 ó 1984, también. En el de mi casa, una maleta guarda los libros de mi tío Perfecto, cura en Puerto Rico. Huroneando en ella, encontré un tesoro que fue decisivo en mi vida: los cinco tomos (muchos años más tarde supe que había otro más, el sexto, que compré ipso facto) de Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo. Los devoré como sólo puede hacerlo un muerto de hambre. Nació entonces el lector que después fui para siempre. Gracias al teólogo belga (me viene ahora a la cabeza el momento en que Olegario, al comienzo de una de sus clases, nos anunciaba que Charles Moeller había muerto, en mayo de 1986) descubrí que la gran literatura nacía del esplendor y la profundidad, o mejor, que era esplendor y profundidad. Arraigados en lo más hondo del hombre, los grandes libros no eran paseos de diletante ni virtuosismos de narrador, sino aventuras del alma, llenas de inmensas preguntas y de respuestas no menos inmensas. El arte interpretativo de Moeller, su pericia para otear la geografía interior de los autores escogidos, me transportó de hito en hito por creadores y libros mostrándome el mar sin fondo que era cada obra literaria. Con la luz de la fe cristiana entraba en diálogo con autores cristianos y no cristianos, puestas sobre la mesa las grandes cuestiones teológicas. Para mí, poco después incipiente teólogo, me parecía ya imposible que la teología no fuese además literatura o sobre todo literatura. Luis Felipe Vivanco lo dijo mejor: “La teología se divide en dos: habitable e inhabitable. Cuando la teología es humanamente habitable, es poesía” (Diario).

martes, 9 de noviembre de 2010

Conversos

Un día, su madre, octogenaria, pegó un traspié y cayó en la acera. Ya no conservaba el equilibrio de antes. No era la primera vez que le ocurría, de modo que a partir de entonces ya no se atrevió a ir sola a ninguna parte. M.I., su hija, no tuvo más remedio que acompañarla todos los domingos a la misa de doce. Doña M. de un lado se apoyaba en su bastón y del otro en el brazo de su hija. Siempre se había sentado en la primera fila y la nueva circunstancia no mudó su costumbre. Esta cercanía al altar ¿fue decisiva para que M.I. se acercará a su antigua fe? El caso es que un día se confesó, comenzó a comulgar y ya no dejó de hacerlo. Toda contenta, su madre se lo comentó a la mía: “Pilar, si mi caída valió para que mi hija volviese a la iglesia, ¡bendita caída! Me volvería a caer mil veces”.
La próxima comunión de su hija la animó a volver a misa los domingos previos a aquella, después de muchos años sin hacerlo. Sólo se trataba de un mínimo aggiornamento, para ponerse a tono con las circunstancias. Un domingo se leyó la segunda carta de San Pablo a Timoteo. Al escuchar “perseverad en lo aprendido” (3, 14), todo se le removió por dentro. Su infancia se volcó sobre ella como un rayo, lo que de niña había aprendido sobre la fe, lo mismo que ahora estaba aprendiendo su hija, y que la requería sobre su perseverancia. “Recupera a esa niña creyente que fuiste, desde ella impúlsate y echa de nuevo a andar”, sintió que alguien le decía. El aggiornamento ya no sería mínimo sino máximo, profundo. Duraría toda su vida.
Tenía más de setenta años y toda su cristianía* había quedado arrumbada en algún desván de su memoria. Le gustaba la radio y un día, moviéndose por el dial, dio con Radio María. De afiliación católica, al oyente se le brindan reflexiones, enseñanzas, oraciones, lecturas de la Biblia. El dial ya no se movió de aquí. Las voces de la radio fueron escarbándole hasta dar con su fe sepultada, a la que poco a poco reflotaron. No tardo en enfermar mortalmente. Pocos días antes de morir pidió la presencia de un cura. Quería confesarse. Así fue. El sacerdote le comentó a su mujer que había hecho “una muy buena confesión”. A los pocos días murió. Su hermana, por la que supe todo esto, había estado rezando incansablemente por él. Cuando le informaron que se había confesado, lo primero que preguntó, apurada por la emoción, fue la hora en la que había tenido lugar la confesión. “A las cinco y veinte”. Justo a esa hora había estado ella arrodillada en una iglesia de Santiago.
Sigue habiendo conversos. Yo he sabido de estos tres.

*"Creamos esta palabra para designar la realización personal y creadora de la realidad cristiana como vida y como vivencia en el sujeto creyente" (Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1997, p. 27).

martes, 21 de septiembre de 2010

Dios y nuestros deseos

Llevadas a la boca, masticadas y digeridas las sospechas de los maestros de las mismas (Feuerbach, Nietzsche, Marx, Freud), para unos estarían superadas y para otros vigentes. Entre los segundos se encuentra Fernando Savater, el cual, en su libro La vida eterna, afirma: “Muchos ateos ilustres consideran que el primer y más claro argumento contra la fe es que responde con directa franqueza a nuestros más íntimos deseos. Así lo dijo en su día Feuerbach, lo reiteró Nietzsche en El Anticristo (‘La fe salva, luego miente’), lo reiteró Freud en El porvenir de una ilusión y, muy recientemente, ha vuelto a confirmarlo André CompteSponville en El alma del ateísmo”.
Contra Dios, en tanto no está a la vista y es la suya una existencia dudosa, la de un ser que, dadas sus características, bien pudiera ser una fantasía nuestra, parece funcionar muy bien el argumento de que, al responder a “nuestros más íntimos deseos”, lo más seguro es que sea un invento nuestro para satisfacerlos.
Pero, ¿por qué la realidad de Dios habría de caer fuera de ese movimiento deseante sin el cual el hombre deja de ser hombre? Las sospechas de los Maestros de las tales son pertinentes para poner en solfa a un Dios que sólo fuera hechura nuestra, sólo mero constructo de nuestros anhelos, sólo montaje de nuestra filmación soñadora… Pero, en cualquier caso, no se sigue así, sin más, de un Dios deseado y cumplidor de nuestros deseos, su improbabilidad y su inexistencia, como si los anhelos más íntimos y radicales de los hombres sólo fuesen capaces de engendran fantasías y no de ponernos en el camino hacia aquél que pudiera darles acabada satisfacción. ¿Sería más creíble la frase de Nietzsche si le diésemos la vuelta: ‘La fe no salva, luego dice la verdad’? Precisamente porque en muchas ocasiones no salvó, ni sanó, ni curó, ni dio plenitud mereció ser tachada de “mentirosa”, de burlarse del hombre y de sus deseos más íntimos: tal fe fue, y es, allí donde se dé, una impostora.
Para que no parezca que son nuestros deseos los que hacen a Dios, necesitan ellos pasar por un duro proceso purgativo. La vida y doctrina de San Juan de la Cruz es la mejor respuesta a las sospechas y sus Maestros, y a lo que, bajo su amparo, había afirmado Fernando Savater. “Un Dios reducido a la medida y servicio, función y eficacia del hombre, no tiene nada que ver con el Dios vivo y verdadero. Nadie ha hecho una crítica más radical de tal ídolo forjado por el hombre que la realizada por san Juan de la Cruz, llevando al hombre a descubrir, sufrir y aceptar su nada ante el Dios divino, con la consiguiente renuncia a contar con él, usarlo y servirse de él” (Olegario González de Cardedal, Dios).
Nuestros deseos necesitan pasar su noche, morir en ella, saber lo que es querer a Dios por Dios mismo, para, así y sólo así, volver a recibirlos de él, mejorados, salvados, purificados, y, de este modo, seguir deseando a Dios y sus dones pero ahora a su manera, y no a la nuestra, o ya también a la nuestra pero en la nueva luz que nos regaló el paso por la noche. Desearemos entonces a Dios como Dios quiere ser deseado, como DIOS, padre y amigo del hombre, y no como dios, herramienta y útil del hombre.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Vida cristiana o el juego de la oca

Muchos son los que juegan con un dado que tiene en sus seis caras el número cinco, de modo que su recorrido por la vida cristiana es de oca en oca, es decir de sacramento en sacramento y ahora tiro porque es el momento. Así, primero es el bautismo, después la primera comunión, después la confirmación, después la boda, y, para finalizar, la muerte. Entre medias, nada, o asuntillos menores que de cuando en vez los llevan a la iglesia. ¿Cuántos serán los que, a falta de ritos civiles de paso, echan mano de los sacramentos de la iglesia para dar realce a los momentos cumbre de la vida? Acaso, como en una ocasión dijo Olegario González de Cardedal en un programa de televisión hace ya un montón de años, sea ésta una asignatura pendiente de la sociedad civil, demasiado deudora todavía de los ritos católicos y no propietaria de los suyos propios.
Al lado de estos están aquellos cuyo dado tiene en todas sus caras el número uno, de modo que desde el principio hasta el final no dan grandes saltos sino pasos diarios, pues la vida cristiana no es otra que la propia de todos los días. Entre sacramento y sacramento no hay hiato sino continuidad, un cristianismo no a tiempo parcial sino a tiempo completo, en todo tiempo. Es inconcebible en este caso andar a salto de mata, de momentazo en momentazo, pues el pan nuestro de cada día esperan recibirlo siempre de Dios, como quien se sabe de veras convocado al banquete de los hijos al menos cada domingo y fiestas de guardar, por decirlo ya en román paladino, y para cumplir, sí, no un “cumplo” y “miento” sino un “es para mí el mayor de los cumplidos que tú me convoques a tu mesa, Señor”.

martes, 2 de diciembre de 2008

Falleba

Leo una novela corta. Aparece la palabra falleba. Acudo al Diccionario de la Real Academia Española: "Varilla de hierro acodillada en sus extremos, sujeta en varios anillos y que sirve para asegurar puertas o ventanas". Leo, entiendo, pero no veo. Recuerdo lo que nos había dicho en una ocasión mi profesor de cristología y de varios cursos monográficos, todos apasionantes, Olegario González de Cardedal: "Las cosas hay que verlas. Fijaos. Aquí está la puerta. Pues mirad: esto es el gozne o bisagra y esto es el quicio". Vuelvo a mi falleba, con el consejo de Olegario de la mano, y acudo al impagable Google. Escribo falleba, pulso en buscar imágenes y ¡voilá, he aquí la falleba, al fin vista! Giro entonces mi cabeza hacia la derecha, me fijo en la ventana de mi habitación y ¡voilá al cuadrado! ¡Estuvo aquí toda mi vida, acompañándome, la humilde varilla de nombre tan hermoso, falleba! Ahora que he visto y revisto, al fin entiendo. Ilustración del diccionario e ilustración de la vista. Con tantas palabras, ¡qué manca se queda la primera sin la segunda!