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jueves, 26 de enero de 2012

Un pacto no escrito

Muchas veces somos demasiado exigentes con las promesas de los políticos. Estos personajes las utilizan para ofrecerse y venderse a los electores.
De todas formas, habría que preguntarse: ¿les toleraríamos que no nos hicieran esas promesas? ¿Realmente votaríamos a un político que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría resolver los problemas, o que va a exigir grandes sacrificios a la población? ¿Cuántos hombres podrían prometer, como hizo Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial: «Sangre, sudor y lágrimas»? ¿Admitiríamos que un político nos dijese la verdad con crudeza, y nos exigiese que le aceptásemos?
Muchas veces nos quejamos de que los políticos mienten, pero de forma inconsciente les pedimos que lo hagan. Nunca los votaríamos si dijesen la verdad tal cual es, si no diesen esa impresión de omnisciencia y omnipotencia que todos sabemos que están muy lejos de poseer. De modo que aquí hay una especie de paradoja: por un lado no queremos ser engañados por los políticos, pero a la vez exigimos que lo hagan.
(Fernando Savater, Los diez mandamientos en el siglo XXI)

¡Touché! A la luz de esta reflexión de Savater, qué bien se comprende el guión, del que parece imposible salir, de las campañas electorales. La contradicción del político es una respuesta a la contradicción del elector. Un pacto no escrito entre dos contradicciones.

domingo, 31 de octubre de 2010

En el fondo...

Muchas veces nos hemos escuchado decir, o lo hemos escuchado a otros, con respecto a los no creyentes, que “en el fondo creen”. En Mira por dónde, la Autobiografía razonada de Savater, el filósofo donostiarra dice que “no sólo no soy ‘creyente’ en el sentido religioso del término sino que tampoco creo que los creyentes crean”. A unos (yo, en algún tiempo) se nos da por afirmar que no creemos que el no creyente no crea. Ahora resulta que tampoco falta quien afirme lo contrario, que “no creo que los creyentes crean”. Qué lío. A partir de aquí uno puede optar por el sainete o por la reflexión. Confieso que me tienta la primera opción, y la seguiría si tuviera ingenio humorístico, con un tono surrealista, a los hermanos Marx, o mejor, a lo Tip. O hilvanaría un tirabuzón chestertoniano, si estuviera en mi mano hacerlo.
Para Savater es del todo punto evidente, meridiano, incontestable, la inexistencia de un Dios personal, y lo es con un grado tal de intensidad y convicción que no puede decir sino lo que dice. Para algunos creyentes lo mismo pero al revés. Les es de tal punto incontestable y vital la existencia de Dios que les resulta inimaginable que no crea el que dice no creer. Cada uno transfiere al fondo del otro el peso de la propia evidencia, y desde esa evidencia así transferida juzga que el otro tiene que creer lo que uno cree, por más que sus palabras digan lo contrario. Uno de los busilis de la cuestión es el “en el fondo”. “Usted, en el fondo…”. Yo opino que estos fondos de unos y otros hay que dejarlos aparte y tranquilos. Si una persona me dice seria y honestamente que no cree pues yo lo creo, y no se me ocurre enmendarle la plana apelando a “su fondo”. Espero que él haga lo mismo conmigo. Es justo aquí, una vez “liquidados los fondos”, donde tendría que comenzar el diálogo entre el creyente y el no creyente, dando cada uno razones de su fe y de su increencia. Hay que cejar en el empeño de interpretar al otro saltando por encima de lo que él nos dice de sí mismo.

martes, 21 de septiembre de 2010

Dios y nuestros deseos

Llevadas a la boca, masticadas y digeridas las sospechas de los maestros de las mismas (Feuerbach, Nietzsche, Marx, Freud), para unos estarían superadas y para otros vigentes. Entre los segundos se encuentra Fernando Savater, el cual, en su libro La vida eterna, afirma: “Muchos ateos ilustres consideran que el primer y más claro argumento contra la fe es que responde con directa franqueza a nuestros más íntimos deseos. Así lo dijo en su día Feuerbach, lo reiteró Nietzsche en El Anticristo (‘La fe salva, luego miente’), lo reiteró Freud en El porvenir de una ilusión y, muy recientemente, ha vuelto a confirmarlo André CompteSponville en El alma del ateísmo”.
Contra Dios, en tanto no está a la vista y es la suya una existencia dudosa, la de un ser que, dadas sus características, bien pudiera ser una fantasía nuestra, parece funcionar muy bien el argumento de que, al responder a “nuestros más íntimos deseos”, lo más seguro es que sea un invento nuestro para satisfacerlos.
Pero, ¿por qué la realidad de Dios habría de caer fuera de ese movimiento deseante sin el cual el hombre deja de ser hombre? Las sospechas de los Maestros de las tales son pertinentes para poner en solfa a un Dios que sólo fuera hechura nuestra, sólo mero constructo de nuestros anhelos, sólo montaje de nuestra filmación soñadora… Pero, en cualquier caso, no se sigue así, sin más, de un Dios deseado y cumplidor de nuestros deseos, su improbabilidad y su inexistencia, como si los anhelos más íntimos y radicales de los hombres sólo fuesen capaces de engendran fantasías y no de ponernos en el camino hacia aquél que pudiera darles acabada satisfacción. ¿Sería más creíble la frase de Nietzsche si le diésemos la vuelta: ‘La fe no salva, luego dice la verdad’? Precisamente porque en muchas ocasiones no salvó, ni sanó, ni curó, ni dio plenitud mereció ser tachada de “mentirosa”, de burlarse del hombre y de sus deseos más íntimos: tal fe fue, y es, allí donde se dé, una impostora.
Para que no parezca que son nuestros deseos los que hacen a Dios, necesitan ellos pasar por un duro proceso purgativo. La vida y doctrina de San Juan de la Cruz es la mejor respuesta a las sospechas y sus Maestros, y a lo que, bajo su amparo, había afirmado Fernando Savater. “Un Dios reducido a la medida y servicio, función y eficacia del hombre, no tiene nada que ver con el Dios vivo y verdadero. Nadie ha hecho una crítica más radical de tal ídolo forjado por el hombre que la realizada por san Juan de la Cruz, llevando al hombre a descubrir, sufrir y aceptar su nada ante el Dios divino, con la consiguiente renuncia a contar con él, usarlo y servirse de él” (Olegario González de Cardedal, Dios).
Nuestros deseos necesitan pasar su noche, morir en ella, saber lo que es querer a Dios por Dios mismo, para, así y sólo así, volver a recibirlos de él, mejorados, salvados, purificados, y, de este modo, seguir deseando a Dios y sus dones pero ahora a su manera, y no a la nuestra, o ya también a la nuestra pero en la nueva luz que nos regaló el paso por la noche. Desearemos entonces a Dios como Dios quiere ser deseado, como DIOS, padre y amigo del hombre, y no como dios, herramienta y útil del hombre.