Marilyn Monroe,
querida por todos y odiada por nadie. Cada vez que se cumple un aniversario múltiple
de cinco de su partida de este mundo, salta a los medios su figura, que su
muerte temprana y llena de enigmas agrandó y sigue agrandando. El próximo 5 de
agosto nos la veremos con un redondísimo aniversario, el 50. ¡Cuántos ríos de
tinta volverán a centrifugarla! Yo soy uno más de esos millones de personas que
no escapa al influjo de su fascinación. No me parece una mujer de grandísima
belleza pero sí enormemente atractiva: mejor que nadie lo saben las cámaras
fotográficas, que gustaron su fotogenia arrasadora. Cada poco continúan
apareciendo nuevas fotos, como si se tratase de un capítulo por entregas que no
parece vaya a terminarse nunca.
Terenci Moix
decía que, en la composición de una estrella del mundo cinematográfico, un 25%
era artificio y el 75% pura realidad. Hollywood no podía sacar oro de donde no
lo había. Marilyn es un misterio siempre descubierto y siempre por descubrir,
inagotable. Si no hubiese muerto tendría ahora 88 años. Me gustaría que los
tuviese, que estuviese viva y nos hablase de sí misma. ¿Qué nos diría? Viviría
recogida en algún lugar de Estados Unidos, donde disfrutaría de la compañía de
su marido, de sus hijos, de sus numerosos nietos y nietas y de sus amigos. Con
el tiempo habría ido recomponiéndose y curando y cerrando heridas; habrían
llegado por fin sus anhelados personajes nada rubios y nada tontos; habría
conseguido señalar muy claramente sus líneas rojas con respecto al mundo de la
fama, harta ya de ella y de sí misma, por haber sido tan complaciente con sus
halagos. Su atractivo habría ido amansándose, haciéndose sabio, dulce,
profundo, y también muy pícaro. Cada vez más Norma Jean y menos Marilyn Monroe,
alcanzaría el súmmum de su arte interpretativo en una gran tragicomedia en la
que compartiría cartel de nuevo con Robert Mitchum y Jane Russel. Sería esta
una de las muchas películas que yo montaría.
Fulges íntima e indómita, Norma Jean.
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