viernes, 23 de noviembre de 2018

Los primeros bares de nuestra vida


Aunque el libro Bebimos y comimos, de Ignacio Peyró, me resultó aburrido porque no tengo yo paladar para la literatura gastronómica por más excelsa que ésta sea, y lo es en este caso, le agradezco su referencia a los bares, sobre todo a los  primeros de nuestra vida, allá en la tardía adolescencia y en los albores de la juventud. Vienen a mi memoria el Avenida, el Alaska y el Silleda. En aquellos años, principios de los 80, los bares de pueblo no exhibían marca propia en lo que a diseño se refiere. Todos eran del montón pero esto importaba bien poco. Dejados atrás parques, pinares y robledas, lo que después necesitábamos para estrenarnos como seres adultos era un sitio donde hubiese bebidas, mesas y sillas y se pudiese fumar, un bar en definitiva. Algunos se atrevían con sus primeras cervezas y sus primeros cigarrillos, y los noviazgos, con sus besos apasionados, se mostraban sin rubor frente al resto de la pandilla. Uno se iniciaba aquí en el arte de la conversación, en el que brillaban los primeros espadas de la elocuencia, el humor, el ingenio y la filosofía. Quién sabe si empezaban a decantarse aquí vocaciones y destinos, sintiéndose unos muy en su sitio y otros muy fuera de él, viéndose unos en una carrera y otros en un oficio, queriéndose unos verse casados a la vuelta de los dieciocho y otros fiando el asunto a un futuro más lejano.

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