Aunque el libro Bebimos y comimos, de
Ignacio Peyró, me resultó aburrido porque no tengo yo paladar para la
literatura gastronómica por más excelsa que ésta sea, y lo es en este caso, le
agradezco su referencia a los bares, sobre todo a los primeros de nuestra vida, allá en la tardía
adolescencia y en los albores de la juventud. Vienen a mi memoria el Avenida,
el Alaska y el Silleda. En aquellos años, principios de los 80, los bares de
pueblo no exhibían marca propia en lo que a diseño se refiere. Todos eran del
montón pero esto importaba bien poco. Dejados atrás parques, pinares y
robledas, lo que después necesitábamos para estrenarnos como seres adultos era
un sitio donde hubiese bebidas, mesas y sillas y se pudiese fumar, un bar en
definitiva. Algunos se atrevían con sus primeras cervezas y sus primeros
cigarrillos, y los noviazgos, con sus besos apasionados, se mostraban sin rubor
frente al resto de la pandilla. Uno se iniciaba aquí en el arte de la
conversación, en el que brillaban los primeros espadas de la elocuencia, el
humor, el ingenio y la filosofía. Quién sabe si empezaban a decantarse aquí
vocaciones y destinos, sintiéndose unos muy en su sitio y otros muy fuera de él,
viéndose unos en una carrera y otros en un oficio, queriéndose unos verse
casados a la vuelta de los dieciocho y otros fiando el asunto a un futuro más
lejano.
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