Bajé a
la huerta a darme un oreo. El día iba ya de caída. Los cuervos, siempre
mañaneros, son también los que con sus graznidos marcan la hora de vísperas.
Llevaba mi cámara por si pillaba algo interesante. Para mi sorpresa, al final
de la huerta, que da a una calle en la que todavía no hay casas, apareció L.,
que había bajado del coche a hacer pis. Le eché el alto en plan policía
vigilante de las buenas costumbres pero la vejiga es la vejiga y, resuelto a no
aguantar más, se acercó al árbol a desaguar. Me siguió hablando tal cual y yo
me di la vuelta para respetar su momento íntimo. Después se marchó y yo
proseguí deambulando. La luna crecía y yo intenté obtener una buena foto. Ante
los malos resultados, desistí. Tuve más suerte con una banda de cuervos, que
cubrieron todo el rectángulo de la foto sobre un cielo cada vez más oscuro,
mientras el ángulo inferior izquierdo lo ocupaban las ramas de un arbusto.
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