A la seis y media ya era de noche y lloviznaba un poco. Con
nuestros paraguas abiertos le hicimos un pasillo al coche fúnebre para que
pudiera acceder a la puerta del cementerio. Tras las oraciones de rigor, los
empleados de la empresa funeraria sacaron el ataúd de la madre de B. y lo
transportaron sobre sus hombros hasta el nicho. La calle en la que estaba era
muy estrecha y nosotros permanecimos atrás.
A B. le hizo muchísima ilusión que hubiéramos ido a
acompañarla sus amigos y amigas de última hora, o mejor, de último año, después
que, por iniciativa suya, nos hubiésemos juntado la promoción del 79-83, desde
1º de BUP hasta COU, hacía 13 meses. No era asunto menor que actuásemos de contrapeso
frente al entorno hostil que formaba la familia de su cuñado, el más presente
en ese momento en el tanatorio. T. me informó que él y su mujer, la hermana de
B., habían dejado de hablarle hacía años a raíz de un episodio familiar.
Su madre, que tenía 91 años, había estado los últimos cinco en
cama y padecía alzhéimer. Había vivido con una sobrina de B. Ésta había sido el
fruto de una violación, la que había sufrido su madre, una mujer discapacitada,
a los 18 años. Era la otra hermana de nuestra amiga.
Yo ya conocía al marido de B., un hombre
realmente encantador. Le pedí que me presentase a E., el hijo de ambos.
Apareció un chico guapo, sonriente, con un semblante muy amistoso. T., que me
iba informando puntualmente de todo, me dijo que era igualito al abuelo de
nuestra amiga, un hombre de eterna sonrisa que ella misma había conocido.
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