Fueron a la cena para contentar a los anfitriones. El señor de
la casa había pescado un buen lote de fanecas y los había convidado a dar buena
cuenta de ellas. No era un pescado por el que uno daría la vida, ciertamente,
pero estaban al tanto de las buenas artes culinarias de la señora. Y así fue,
en efecto. Los había rebozado con una harina especial que dotaba a los peces
fritos de una tiesura que permitía a los comensales cogerlos con la mano como
si de un pastel se tratara. Estaban además completamente secos, sin rastro de
aceite. En vez de los típicos cachelos, habían servido las patatas enteras y
sin quitarles la piel. Pero antes no habían faltado los magníficos patés marca
de la casa. Y de una bodega tan bien nutrida como la que tenían los anfitriones
habían venido los mejores vinos que cabía esperar. A este respecto todo rodó
estupendamente.
La conversación discurrió por los temas
habituales de los que hablaban siempre que se reunían. Se alababa la comida, el
vino, etc. Esta vez, además, las invitadas elogiaron mucho los manteles
individuales que había ganchillado la señora. “Cada uno tiene un punto
distinto”, dijo. Todos quisieron comprobarlo y se fijaron en que el suyo era
distinto de todos los demás. Por lo demás, el cazador volvió a hablar de
jabalíes, el veterinario de sus operaciones quirúrgicas y así uno tras otro.
Nada fue excitante ni especialmente divertido pero tampoco nadie esperaba que
lo fuera. Todos se sintieron cómodos y esto fue más que suficiente.
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