Se titula Happy End
pero siendo de Haneke era fácil adivinar que se trataría de un unhappy end.
Al poco de empezar la película ya vemos en un hospital las
piernas de una mujer que ha intentado suicidarse. En tanto se cura (o no), su
hija se marcha a vivir con su padre y su segunda mujer a la gran mansión del paterfamilias, el abuelo octogenario.
Aquí reside también su tía, que está al frente de la empresa familiar.
El anciano señor ya no quiere vivir por lo que, a hurtadillas
y con nocturnidad, sube a un coche y lo empotra contra un árbol. Sólo consigue
fracturarse la tibia, el peroné y dos costillas. Viéndose paralizado en una
silla de ruedas sus ganas de morirse se redoblan. Le pide a su peluquero de
toda la vida que le consiga medicamentos o un arma de fuego y munición. El
peluquero, contrariado, le dice que no.
Mientras tanto la madre de la niña no ha conseguido salvarse y
muere. Hete aquí pues a la pobre chavala con una madre suicidada y con un
abuelo haciendo méritos para serlo. Por si esto fuera poco, descubre en el
ordenador de su padre los mensajes líricos y guarros que intercambia con su
actual amante. Las pastillas que le habían sobrado a su madre se los toma ahora
ella.
Ya en el hospital, el padre desea comprender lo que ha hecho
su hija. Ésta, a quien su intento de suicidio no le ha robado ni un ápice de
lucidez, le suelta esta lindeza: “Mira, papá, tú no quieres a nadie. No
quisiste a mamá, no me quieres a mí, no quieres a tu actual mujer ni al hijo
que tienes con ella. Lo único que quiero saber es si, cuando la abandones, me
llevarás contigo o me dejarás en un centro de menores”.
Su tía tiene un hijo treintañero con sus propias cuitas. Un
accidente le cuesta la vida a un obrero de la empresa. Si bien, tras la
investigación, se demuestra que ha sido fortuito y que la empresa cumple todos
los requisitos en lo que a seguridad laboral se refiere, al heredero, aquejado
de mala conciencia por el prurito social que de repente le brota, le estalla la
cabeza. Así, la señora marroquí que lleva años de servicio en la casa aparece
ahora antes sus ojos como una esclava, y no duda en denunciarlo a voz en grito
el día en que su familia, con motivo del 85 cumpleaños del abuelo, celebra una
fiesta en su honor con lo más granado de la sociedad presente.
En el banquete de boda de su madre (no sabemos si soltera,
divorciada o viuda) vuelve a las andadas con mayor artillería. Irrumpe en el
comedor con un grupo de migrantes negros. Tras un exordio irónico, presenta al
primero: “Se llama Mohamed, viene de Nigeria, y su mujer y su hijos ardieron
durante una operación de Boko Haram”. Se arma, clara, la de San Quintín.
El abuelo, aprovechando el revuelo, le pide a su nieta que lo
saque fuera. Aquí hay que hacer un aparte para contar la conversación habida
entre los dos unos días antes. Como el padre no había conseguido granjearse la
confianza de su hija para averiguar por qué había querido suicidarse, le pide
al anciano que lo intente él. Como ni de primeras ni de segundas consigue
derribar la desconfianza de su nieta, de terceras opta por abrirle él su propia
intimidad. Le habla de su abuela, a quien la niña no conoció, de lo maravillosa
que había sido, de la vida feliz que tuvo a su lado. Cuando cayó enferma, le
había entregado todo su tiempo para cuidarla, dejando el cuidado de la empresa
en manos de su hija. “Tras tres años de sufrimientos prolongados y absurdos la
maté asfixiándola. No me arrepiento de haberlo hecho”. Ahora es el turno de la
nieta, de que cuente por fin por qué intentó suicidarse. “No lo sé”, contesta.
Magra respuesta, pero en cualquier caso ya se ha forjado un vínculo.
Decíamos que el abuelo le había pedido a su nieta que lo
condujera fuera del restaurante, a la sazón al lado del mar. Desde el sitio en
el que están una vez que han salido, una rampa se
adentra en él. “Acércame al agua”, le dice el abuelo a su nieta. Cuando ya
están en el borde, le pide que lo empuje más. La niña duda, recela, se turba.
“Está bien, vete”. Él mismo levanta entonces el freno de la silla de ruedas,
que poco a poco se va adentrando en el mar hasta casi hundirlo hasta el cuello.
Mientras tanto, su nieta ha subido la rampa hasta quedar a la
altura de la puerta del restaurante. Coge el móvil, activa la cámara y graba a
su abuelo. En la escena entran de repente y a gritos su padre y su tía, que
corren rampa abajo a rescatarlo.
Lo dicho, un “happy end”, ¿no?
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