Es muy hermoso el final de Senderos de gloria, de Stanley Kubrick.
Los
soldados franceses, en la cantina, humillan con sus miradas y voces lujuriosas
a la joven alemana que les presenta en un estrado el dueño del local. El
tabernero le pide a la chica que cante y ella, con una voz temblorosa y apagada,
entona como puede un canto. Al instante todas las burlas de los soldados
enmudecen y poco a poco, uno tras otro, se van sumando con sus tonos a la
melodía de esa canción que indudablemente conocen, mientras clavan sus ojos
emocionados en la cándida muchacha. La música ha obrado el milagro: quebrar el
odio de sus corazones de piedra y hacer brotar la piedad en sus corazones transmudados
en carne. Donde antes había turba libidinosa hay ahora coro de hermanos, mujer
ángel donde antes había carne escarnecida y codiciada.
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