Vivir en lo lóbrego de los bajos fondos, entre la basura y las ratas, entre la pornografía y los asesinos. ¿Vivir? Vive Berto, con dos tirabuzones engominados que recorren su cabeza desde la frente hasta la nuca y un rostro siempre limpio y afeitado. Es guapo Berto, y no es canalla, por más que lo tienten las caricias del diablo. “Si bailas con el demonio, el demonio no cambia; es él quien te cambia a ti”: esta es su divisa, y con ella en la cabeza descarta las tentaciones, que le llegan a montones cada día. Quiere mantener las distancias, amurallado detrás del mostrador, junto a la caja registradora, en la sex-shop donde trabaja, con un libro en las manos que nadie adivina que lleva por título Moby Dick. Su mirada, que resbala de cuando en cuando por la carne orgásmica de las revistas, vuelve al libro y se recobra en el brillo de la ballena blanca, en la locura purificada del capitán Ahab. Los clientes pagan, preguntan por algo, y él promociona una vagina con pilas que acaba de llegar. Sonríe, es amable, hasta algo cómplice incluso, pues también le pagan por serlo, por hacer bien su trabajo. Pero cuando vuelve a estar solo, en medio de aquella selva colmada de un sexo multiforme y tentacular, Berto se sumerge de nuevo en busca de su ballena blanca.
(Inspirado en una escena de Asesinato en 8 mm., de Joel Schumacher).
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