-No aguanto
más, quiero morir.
-Mamá, ten
paciencia.
-¡Ay hija, ya
no quiero tener más paciencia! ¡La tuve toda, toda!
-Mamá, es sólo
un momento, el dolor pasará como las otras veces. Ya lo verás.
-Sí, hija, lo
sé, pero cuando viene es tan fuerte, tan insoportable, tan... ¡Oh, Dios mío!
-¡Mamá, mamá!
-Hija, qué
difícil es no maldecir y...
-No mamá, no lo
hagas. Alguien está bebiendo contigo este cáliz, esta amargura. Mira, ¿lo
recuerdas? Es el crucifijo que me regalaste en mi primera comunión. Lo llevo
siempre conmigo.
-Sí, claro que
lo recuerdo. En aquella época todavía creía. Pero desde lo de tu padre, ¡oh,
Dios!, desde aquello mi fe fue resbalando, resbalando, y ahora, ahora...
-Ahora sigue
siendo posible, mamá. Basta que lo pidas, que lo quieras realmente.
-¿Lo harás tú
conmigo, hija mía, pedirás conmigo que me sea devuelta la fe?
-¡Claro que sí,
mamá! Rezaremos juntas, como cuando yo era pequeña.
-Entonces,
yo... ¡Pero no sé, no sé rezar!
-Sí que sabes,
mamá, sólo tienes que decir la primera palabra y lo demás vendrá sólo. Yo lo
haré contigo.
-Señor...
-alcanzó a decir la enferma.
-Señor... -repitió la hija, acudiendo en ayuda de la trémula
voz de su madre.
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