“Tentación
purísima de la venganza”: este pensamiento se me instaló en la cabeza al ver
cómo, en la película En la habitación
de Todd Field, el padre del hijo asesinado mataba a su vez a su asesino. Me
desasosegó ver como una parte de mí asentía a este acto de venganza,
asentimiento que en parte, o incluso en todo, se explicaba porque en ese
momento yo mismo estaba siendo remejido interiormente por visiones de sangre y
crueldad que no podían mostrarse sino favorables a tales actos. Mi asesino
oculto halló en tal acción una cuerda de la que agarrarse para justificarse a
sí mismo y presentarse como ejecutor “purísimo”. El “ojo por ojo, diente por
diente” tiene una fuerza hipnótica tal que, si no se la somete a crítica, es
capaz de embelesarnos con su aparente aspecto de justicia absoluta, sin
paliativos, irreparable. Bajo el efecto de su embriagadora contundencia, pensar
entonces en el perdón o en la oración por los enemigos parece cosa de cursis,
de personas de carácter débil, de cobardes. Tienen el pensamiento y el corazón
que dar varias vueltas de tuerca para percatarse de que la fuerza y el valor
están del lado de quien, sobreponiéndose a su propia reacción homicida, es
capaz de devolver bien por mal, amor por odio, perdón por ofensa. Pero ¡cuán
irresistible parece el acto de la venganza en el momento en que, presos del
dolor ante el ser querido arrebatado, no podemos ver en el victimario otro
rostro que el del asesino, como si todo él fuese pura escoria que no mereciese
más que el fervor de nuestro odio! En tal situación, librados a nosotros
mismos, o nos cambian el corazón o no sabríamos hacer otra cosa que vengarnos
creyendo que hacemos así lo más justo.
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