El niño en él, golpe tras golpe, abandono tras abandono, fue
encogiendo hasta llegar a ser no más que una bolita en lo más hondo de su alma,
una cabeza de alfiler, dejándole sitio al hombre desequilibrado que lo
sustituyó, un monstruo débil y asustado que le siguió la pista a todos los
tesoros. No encontró ninguno y por eso, en su sueño, los sueños le traen aquel
padre, aquel lecho, aquel abrazo, aquella infancia que se acurruca en él,
estragada. Uno se pierde, sí, pero ¿pierde por eso también la infancia o queda esta
siempre salva, intacta en el recuerdo de un dios, de Dios?
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