“¡Puta, más que
puta!”, le grita. Con los ojos desorbitados y conteniendo a duras penas un
ataque de cólera, se da la vuelta y se precipita por la puerta, escaleras
abajo. Lo último que ella le oye decir es una blasfemia.
Él, que presume de haber “olido las entrañas de todas las
mujeres” que ha hecho suyas, cae ante este cuerpo que su olfato codicioso no puede
traspasar. Por eso una y otra vez vuelve, la posee, la olisquea con avaricia, y
otra vez su rastreo termina con derrota. Siempre acaba ella en la esquina, tapada
con el cobertor, después que él la desplaza con sus gritos hacia ese rincón y,
desaforado, la conjura: “puta, puta, puta”.
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