George Steiner, en una conferencia titulada Una idea de Europa (2004), afirma que “Europa está compuesta de cafés. (…) Si trazamos el mapa de los cafés, tendremos uno de los indicadores esenciales de la «idea de Europa»”. Y más adelante, “mientras haya cafés, la ‘idea de Europa’ tendrá contenido”. Y ahora un texto largo:
“El café es un lugar para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el cotilleo, para el fláneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno. Está abierto a todos; sin embargo, es también un club, una masonería de reconocimiento político o artísticoliterario y de presencia programática. Una taza de café, una copa de vino, un té con ron proporcionan un local en el que trabajar, soñar, jugar al ajedrez o simplemente mantenerse caliente todo el día. Es el club del espíritu y la poste-restante [apartado de correos] de los homeless. En el Milán de Stendhal, en la Venecia de Casanova, en el París de Baudelaire, el café albergó a la oposición política que existía, al liberalismo clandestino. Tres cafés principales de la Viena imperial y de entreguerras ofrecieron el ágora, el centro de la elocuencia y la rivalidad, a escuelas contrapuestas de estética y economía política, de psicoanálisis y filosofía. Quienes quisieran conocer a Freud o a Karl Kraus, a Musil o a Carnap, sabían exactamente en qué café buscarlos, a qué Stammtisch [mesa] se sentaban. Danton y Robespierre se reunieron por última vez en el Procope. Cuando las luces se apagaron en Europa, en agosto de 1914, Jaurés fue asesinado en un café. En un café de Génova escribe Lenin su tratado sobre empirocriticismo y juega al ajedrez con Trotski”.
En el café Comercial, en Madrid, recordé que para Steiner los cafés resaltan un aspecto identificador de Europa.
Si fuese coleccionista coleccionaría cafés. En el mencionado café madrileño, apostado en el fondo, gozaba de mi vista panorámica mientras esperaba a Cristina. A mi derecha, al otro lado de una especie de mostrador, un hombre y una mujer hablaban sobre algo que estaban mirando en uno de esos portátiles que tienen una manzana a la que le han dado un mordisco. Otro chicochica a mi izquierda, dos o tres mesas más allá, hacía lo mismo con otro portátil con la misma manzana. Justo enfrente, un hombre de nariz pronunciada, frente despejada y melena peinada hacia atrás y de color ceniciento, leía el periódico. Al poco rato llegó alguien que se le parecía muchísimo; debía ser su hermano. Se saludaron efusivamente y se sentaron. Por su aspecto, bien pudieran ser dos instrumentistas de un cuarteto de cuerda, el violinista y el violanista. Tras una mesa vacía, una pareja gay no dejaba de hablar. En realidad hablaba sólo uno, mientras el otro, completamente embebido, tenía puesta su mano en la del primero, acariciándola. Un poco más allá, tras otra mesa vacía, dos alemanes con el ojo en el rabillo miraban envidiosos a los primeros. A mi izquierda, enfrente del homoparlanchín y su colega, tres amigos parecían estar celebrando un reencuentro después de mucho tiempo sin verse. Su conversación era animada, muy gestual y alegre. Se les veía felices estando juntos. Y más gente, con su periódico, su conversación, su café, su bebida. Los camareros de estos cafés antiguos son todos iguales: chaqueta blanca con cuello militar, pantalones negros, zapatos ídem, jeta fea, con más de 50, y lo justito en cuanto a amabilidad. Suele haber uno al que le asignan el papel de borde.
Vida de café, vida de calle al otro lado de la cristalera. Vida de Europa.
Llegó Cristina. Alcé la mano para que me viese. Se sentó y nos pusimos a conspirar.
Si fuese coleccionista coleccionaría cafés. En el mencionado café madrileño, apostado en el fondo, gozaba de mi vista panorámica mientras esperaba a Cristina. A mi derecha, al otro lado de una especie de mostrador, un hombre y una mujer hablaban sobre algo que estaban mirando en uno de esos portátiles que tienen una manzana a la que le han dado un mordisco. Otro chicochica a mi izquierda, dos o tres mesas más allá, hacía lo mismo con otro portátil con la misma manzana. Justo enfrente, un hombre de nariz pronunciada, frente despejada y melena peinada hacia atrás y de color ceniciento, leía el periódico. Al poco rato llegó alguien que se le parecía muchísimo; debía ser su hermano. Se saludaron efusivamente y se sentaron. Por su aspecto, bien pudieran ser dos instrumentistas de un cuarteto de cuerda, el violinista y el violanista. Tras una mesa vacía, una pareja gay no dejaba de hablar. En realidad hablaba sólo uno, mientras el otro, completamente embebido, tenía puesta su mano en la del primero, acariciándola. Un poco más allá, tras otra mesa vacía, dos alemanes con el ojo en el rabillo miraban envidiosos a los primeros. A mi izquierda, enfrente del homoparlanchín y su colega, tres amigos parecían estar celebrando un reencuentro después de mucho tiempo sin verse. Su conversación era animada, muy gestual y alegre. Se les veía felices estando juntos. Y más gente, con su periódico, su conversación, su café, su bebida. Los camareros de estos cafés antiguos son todos iguales: chaqueta blanca con cuello militar, pantalones negros, zapatos ídem, jeta fea, con más de 50, y lo justito en cuanto a amabilidad. Suele haber uno al que le asignan el papel de borde.
Vida de café, vida de calle al otro lado de la cristalera. Vida de Europa.
Llegó Cristina. Alcé la mano para que me viese. Se sentó y nos pusimos a conspirar.
2 comentarios:
Charlar contigo en un café de la Glorieta de Bilbao ya me pareció lo más, que lo pasé estupendamente, pero conspirar en un café de Europa, hay que reconocer que tiene su punto.
Ya veo que aprovechaste bien el tiempo, así da gusto llegar tarde, a la próxima te dejo un rato más.
Sí, pero no mucho más, no vaya a ser que me encuentre tan gozador que ni te reconozca.
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