La fuerza con la que suscitó Sábato en mí un enorme cariño no lo logró ningún otro escritor. A este respecto, el del corazón, es para mí el primus: yo a Sábato lo quiero. En sus personajes puros, casi siempre jóvenes, el autor de El túnel se revela como un desvalido y apasionado buscador del absoluto. Martín, Alejandra, Carlos, Nacho, Agustina, Marcelo, Silvia, son trozos de su alma. Superada la infancia y la adolescencia, tienen por delante una vida por hacer: representan en consecuencia el anhelo casi trágico por la verdad. Es evidente que Sábato siente predilección por ellos, por la fuerza de su futuro pero también por el peligro de su presente. Por eso los arropa, los cubre de ternura, los impulsa, sufre con ellos. ¿Acarició el escritor argentino mis fibras más íntimas porque cuando lo leí tenía la edad que tienen sus protagonistas, arrimos que sentí como los de un padre? Pero no menos fuerte fue mi deseo de proteger al propio Sábato, al imaginarlo confuso, desamparado, deseante de un absoluto que se revele como amor, de un amor que se revele como absoluto. Conmigo Sábato, y ojalá que con otros muchos, logró lo que acaso desea todo escritor: una profunda simpatía, en el sentido más literal de la palabra.
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