Entre mis 15 y 18 años conté con la amistad de la que entonces me parecía una mujer adulta, si bien sólo me llevaba seis. Con más de veinte yo la veía ya al otro lado de la frontera, muy avanzada en la vida. A esa edad tal diferencia de años es ciertamente significativa, pero ello no impidió que en todo momento fuera una relación entre iguales, si bien la hechizante era ella y el hechizado era yo, hechizo activo y pasivo que se fueron acomodando con el paso del tiempo. Tenía un tipo de intuición a la que no haría justicia calificar de meramente “femenina”. Lo era, pero en un grado especial, en la que se mezclaban aires infantiles con habilidades de maga. El paso de la luna llena por su rostro le otorgaba un brillo especial, pleno de sosiego y plenitud, que la hermoseaba con rara luz. Una noche me desperté sobresaltado, sin saber por qué. Al día siguiente, R. me preguntó: “¿Te ocurrió algo la pasada noche?” “Así que fuiste tú, bruja”. Me habló algunas veces de sus capacidades paranormales, pero nunca me quedó del todo clara esta zona de su ser. Su presencia, blanca y misteriosa, me acompañó en mi paso a la primera madurez.
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