En aras de la perfección imposible desechamos muchas veces la imperfección perfectible. Para que tal cosa no ocurra importa sobremanera que la segunda haga honor a su adjetivo y se perfeccione, que esté siempre tensa en dirección hacia lo perfecto aunque no lo alcance nunca. Se traiciona a una realidad si, sabiéndola imperfecta, no se trabaja para mejorarla. La democracia, por ejemplo, si no mantiene siempre abiertas sus ventanas para que corra el aire, puede enfermar y morir, no de ella misma, sino precisamente de su ausencia, de los estímulos y mecanismos que permiten fortalecerla. Es el único sistema político que, si permanece fiel a su esencia, no se acomoda sino que, puesto en pié, querrá siempre más de sí misma, por lo que no dejará de añadir nuevos filtros y lentes correctoras para ver por donde acecha el enemigo y terminar con él.
“Este es el gran señuelo del totalitarismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postradas como un arcángel resplandeciente” (Manuel Chaves Nogales, La agonía de Francia).
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