Hice el camino de Santiago porque E. me convenció para que lo acompañase. Me pareció un buen modo por otro lado de visar un año de fructífera sanación psicológica. El tiempo de que disponía E. impidió que saliésemos de Roncesvalles; el punto de partida sería Pamplona. Allá nos fuimos un día del mes de junio de 1996. Una vez que llegamos al albergue pamplonica no recibimos mejor noticia para iniciar la marcha el día siguiente que saber que el día anterior un francés de cierta edad había muerto allí debido a un infarto. Nos salieron alas en los pies nada más saberlo.
Muy mercuriales salimos pues al día siguiente, a golpe de corazón, con la intención de hacer cada jornada en torno a treinta kilómetros para poder estar en Santiago veinte días después según la fecha prevista por E. En la tercera etapa, si mal no recuerdo, tuvo luchar “el hecho malo”. Cuando cruzábamos un pueblo cuyo nombre ya he olvidado me escocían tanto los pies que me senté en un banco para descansar y airearlos. ¡Cómo se puso E.! Tronó como un basilisco completamente fuera de sí, reprochándome no mi cansancio sino el hecho de sacarme las botas, cosa que no debía hacerse porque, según un tío suyo, y aquí me tableteó cual ametralladora las explicaciones del susodicho. Seguramente tenía razón, pero la perdió toda al presentármela como lo hizo, ladridos de can cerbero que me condenaban como a un réprobo. Me quedé pasmado, hecho polvo, humillado. Desconocía esa faceta suya y en mi interior firmé el acta de defunción de nuestra amistad, o mejor, medio amistad, pues a más no había llegado. Por delante se presentaban casi tres semanas de camino solitario, cosa que no había previsto y me dejó desolado. La noche de ese día ominoso, en el albergue, medio aclaramos la situación, pero la brecha quedó abierta y ya no se cerró nunca. Juntos pero absolutamente no revueltos seguiríamos haciendo el camino: tal fue el pacto tácito que se selló.
Las palabras que cruzamos a lo largo del camino y hasta su finalización no fueron muchas. Pocos días después se avecinó un alemán, alto, con gafas, delgado, de pelo largo y lacio. ¿Era arquitecto? Creo que sí. Su interés por el camino se centraba en las construcciones románicas. E. tenía más reciente el inglés y por eso entendía y se hacía entender mucho mejor que yo, que no había vuelto a saber de él desde COU, en el curso 19821983. La relación por tanto con Arquitecto fue más cosa de E. que mía. En una de esas etapas tuvo lugar “el hecho bueno”. Otro fin de jornada, otro albergue y una invitación del cura del lugar a quienes quisieran para compartir las experiencias de la parte del camino ya andado. Yo hablé de la dureza del camino, de mis dificultades físicas y psicológicas y de alguna que otra cosa más (de vuelta en Galicia, en una carta una vez más “ominosa”, E. me hizo saber que sintió vergüenza ajena ese día al verme tan débil, él, tan hercúleo, tan fuerte, “el Eterno”, como rubricó su carta). Al terminar la charla, se me acercó A. También alemán, rubio y con una calvicie más que incipiente, de rostro apuesto, apacible y decidido, supongo que mi tono y mis gestos, ya que no lo comentado por mí pues no entendía el castellano, le interesaron hasta el punto de preguntarme qué había dicho. Mi primera reacción fue el susto. El embarazo de tener que explicarle en un inglés arrumbado en el baúl de los recuerdos cuál había sido mi comentario me puso contra las cuerdas. Con nervios, malamente, lo hice. En ese momento, y éste es “el hecho bueno” arriba mentado, comenzó una amistad que dura hasta el día de hoy y que validó con sobresaliente la pena del camino. Ésta iba a ser ya sólo física. La alegría, acompañar y ser acompañado por A., con todo lo que ello implicaba: caminar juntos, descansar en los “break”, disfrutar de la llegada a los albergues, hablar y conocernos, reírnos mucho, destrozar yo el inglés de la pérfida Albión mientras envidiaba el de A., perfecto, etc.
A. había decidido hacer el camino para dilucidar su futuro. Tenía dos frentes abiertos: la universidad y la política, el doctorado y posterior docencia o un trabajo en los niveles más altos dentro del Partido Social Demócrata, en el que militaba. Creo que le atraía más lo segundo, y tal fue su opción cuando, tras previa llamada telefónica, le confirmaron que ocuparía un puesto de relevancia dentro del organigrama del Partido. Se alegró mucho porque ya podía enfilar su vida por un rumbo concreto. Bien que lo celebramos. Los años siguientes, siempre cargado él de muchísimo trabajo (el “a lot of work” constituiría desde entonces una cantilena), lo vieron en distintos destinos: Bruselas, jefatura de gabinete del Segundo de a bordo en la jerarquía del PSD, embajada alemana en Suecia… En la segunda ocasión que lo visité, la Semana Santa del 2004, en Berlín, me llevó a la sede de su partido, un edificio interesante, muy high tech, que me enseñó de arriba abajo. En el salón de reuniones de la junta directiva me invitó a sentarme en la silla destinada al entonces canciller Gerhard Schröder. He de decir que, si estaba impregnada de la erótica y retórica del poder, no se me pegó nada, o eso creo.
Lo mejor del camino, tanto para A. como para mí, fue la amistad que surgió entre los dos. Era el broche final de la respuesta que dábamos a los que, de vuelta en casa, nos preguntaban por nuestra experiencia en el Jacobusweg (camino de Santiago en alemán, que acabé utilizando de tanto oírlo). Pero hubo otras inefables alegrías: el baño en el agua helada de un gran pilón tras una tórrida jornada en aquel refrescante y hermosísimo albergue, las patatas fritas con huevos fritos y chorizo en San Juan de Ortega, la primera clara de limón que tomé en mi vida y me hizo inmensamente feliz en una taberna leonesa tras otra jornada muy calurosa… ¡Qué fuente de dicha es el agua para el muerto de calor, una bebida fría para el muerto de sed, un plato de abundante comida para el muerto de hambre! ¡Qué contento da el oasis al que viene del desierto! Y no puedo dejar de referir los gozos contemplativos: el abaneo de las mieses por efecto de la brisa cuando nos acercábamos a San Juan de Ortega, los altozanos coronados por pequeños pueblos con sus altas torres e iglesias que avistábamos desde lejos y que parecían tirar de nosotros, aquella hora de aquel día en aquel lugar, cuando cayeron las únicas gotas de lluvia de todo el camino, de un color gris violáceo, llena de silencio, muy alargada hasta un bellísimo horizonte, con cigüeñas que parecían reinas ajenas al mundo…
Dichas especialmente espirituales no las hubo, salvo que uno considere la amistad una de ellas. No me interesa, y sigue sin interesarme, el camino de Santiago como fuente de piedad y devoción. Ya comenté que si lo hice fue porque E. me animó a hacerlo. Ningún otro acicate obró en ello, tampoco ninguno específicamente cristiano. Me dejé llevar por una invitación, por la curiosidad, por el “a ver qué pasa”. Nada más. Y nada más que el camino diario, en su doble sentido, fue lo que tuvo lugar dentro del marco en el que me encontraba. No obstante tuvo que dejarme su particular impronta, pues no me explico de otro modo la honda emoción que siento cuando veo pasar a los peregrinos por detrás de mi casa prácticamente a diario, los que llegan por la vía de la plata, o los que me encuentro en la carretera a la ida o a la vuelta de Santiago, y no digamos ya los que son multitud en Compostela y se amontonan gozosamente en mis ojos. ¿Qué llevas, quién eres, peregrino, para que así me hables? Sí, la ruta jacobea en el mes de junio del 96 desde Pamplona a Santiago dejó en mí más de lo que yo alcanzo a ver.
A finales de junio llegamos por fin a la ciudad del Apóstol. Invite a A. a pasar unos días en mi casa. Surgió un flechazo entre él y M. Pero ésta es ya otra historia. Hoy A. sigue trabajando en el PSD, está casado con S. y tiene una hija, H., a la que adora.
Muy mercuriales salimos pues al día siguiente, a golpe de corazón, con la intención de hacer cada jornada en torno a treinta kilómetros para poder estar en Santiago veinte días después según la fecha prevista por E. En la tercera etapa, si mal no recuerdo, tuvo luchar “el hecho malo”. Cuando cruzábamos un pueblo cuyo nombre ya he olvidado me escocían tanto los pies que me senté en un banco para descansar y airearlos. ¡Cómo se puso E.! Tronó como un basilisco completamente fuera de sí, reprochándome no mi cansancio sino el hecho de sacarme las botas, cosa que no debía hacerse porque, según un tío suyo, y aquí me tableteó cual ametralladora las explicaciones del susodicho. Seguramente tenía razón, pero la perdió toda al presentármela como lo hizo, ladridos de can cerbero que me condenaban como a un réprobo. Me quedé pasmado, hecho polvo, humillado. Desconocía esa faceta suya y en mi interior firmé el acta de defunción de nuestra amistad, o mejor, medio amistad, pues a más no había llegado. Por delante se presentaban casi tres semanas de camino solitario, cosa que no había previsto y me dejó desolado. La noche de ese día ominoso, en el albergue, medio aclaramos la situación, pero la brecha quedó abierta y ya no se cerró nunca. Juntos pero absolutamente no revueltos seguiríamos haciendo el camino: tal fue el pacto tácito que se selló.
Las palabras que cruzamos a lo largo del camino y hasta su finalización no fueron muchas. Pocos días después se avecinó un alemán, alto, con gafas, delgado, de pelo largo y lacio. ¿Era arquitecto? Creo que sí. Su interés por el camino se centraba en las construcciones románicas. E. tenía más reciente el inglés y por eso entendía y se hacía entender mucho mejor que yo, que no había vuelto a saber de él desde COU, en el curso 19821983. La relación por tanto con Arquitecto fue más cosa de E. que mía. En una de esas etapas tuvo lugar “el hecho bueno”. Otro fin de jornada, otro albergue y una invitación del cura del lugar a quienes quisieran para compartir las experiencias de la parte del camino ya andado. Yo hablé de la dureza del camino, de mis dificultades físicas y psicológicas y de alguna que otra cosa más (de vuelta en Galicia, en una carta una vez más “ominosa”, E. me hizo saber que sintió vergüenza ajena ese día al verme tan débil, él, tan hercúleo, tan fuerte, “el Eterno”, como rubricó su carta). Al terminar la charla, se me acercó A. También alemán, rubio y con una calvicie más que incipiente, de rostro apuesto, apacible y decidido, supongo que mi tono y mis gestos, ya que no lo comentado por mí pues no entendía el castellano, le interesaron hasta el punto de preguntarme qué había dicho. Mi primera reacción fue el susto. El embarazo de tener que explicarle en un inglés arrumbado en el baúl de los recuerdos cuál había sido mi comentario me puso contra las cuerdas. Con nervios, malamente, lo hice. En ese momento, y éste es “el hecho bueno” arriba mentado, comenzó una amistad que dura hasta el día de hoy y que validó con sobresaliente la pena del camino. Ésta iba a ser ya sólo física. La alegría, acompañar y ser acompañado por A., con todo lo que ello implicaba: caminar juntos, descansar en los “break”, disfrutar de la llegada a los albergues, hablar y conocernos, reírnos mucho, destrozar yo el inglés de la pérfida Albión mientras envidiaba el de A., perfecto, etc.
A. había decidido hacer el camino para dilucidar su futuro. Tenía dos frentes abiertos: la universidad y la política, el doctorado y posterior docencia o un trabajo en los niveles más altos dentro del Partido Social Demócrata, en el que militaba. Creo que le atraía más lo segundo, y tal fue su opción cuando, tras previa llamada telefónica, le confirmaron que ocuparía un puesto de relevancia dentro del organigrama del Partido. Se alegró mucho porque ya podía enfilar su vida por un rumbo concreto. Bien que lo celebramos. Los años siguientes, siempre cargado él de muchísimo trabajo (el “a lot of work” constituiría desde entonces una cantilena), lo vieron en distintos destinos: Bruselas, jefatura de gabinete del Segundo de a bordo en la jerarquía del PSD, embajada alemana en Suecia… En la segunda ocasión que lo visité, la Semana Santa del 2004, en Berlín, me llevó a la sede de su partido, un edificio interesante, muy high tech, que me enseñó de arriba abajo. En el salón de reuniones de la junta directiva me invitó a sentarme en la silla destinada al entonces canciller Gerhard Schröder. He de decir que, si estaba impregnada de la erótica y retórica del poder, no se me pegó nada, o eso creo.
Lo mejor del camino, tanto para A. como para mí, fue la amistad que surgió entre los dos. Era el broche final de la respuesta que dábamos a los que, de vuelta en casa, nos preguntaban por nuestra experiencia en el Jacobusweg (camino de Santiago en alemán, que acabé utilizando de tanto oírlo). Pero hubo otras inefables alegrías: el baño en el agua helada de un gran pilón tras una tórrida jornada en aquel refrescante y hermosísimo albergue, las patatas fritas con huevos fritos y chorizo en San Juan de Ortega, la primera clara de limón que tomé en mi vida y me hizo inmensamente feliz en una taberna leonesa tras otra jornada muy calurosa… ¡Qué fuente de dicha es el agua para el muerto de calor, una bebida fría para el muerto de sed, un plato de abundante comida para el muerto de hambre! ¡Qué contento da el oasis al que viene del desierto! Y no puedo dejar de referir los gozos contemplativos: el abaneo de las mieses por efecto de la brisa cuando nos acercábamos a San Juan de Ortega, los altozanos coronados por pequeños pueblos con sus altas torres e iglesias que avistábamos desde lejos y que parecían tirar de nosotros, aquella hora de aquel día en aquel lugar, cuando cayeron las únicas gotas de lluvia de todo el camino, de un color gris violáceo, llena de silencio, muy alargada hasta un bellísimo horizonte, con cigüeñas que parecían reinas ajenas al mundo…
Dichas especialmente espirituales no las hubo, salvo que uno considere la amistad una de ellas. No me interesa, y sigue sin interesarme, el camino de Santiago como fuente de piedad y devoción. Ya comenté que si lo hice fue porque E. me animó a hacerlo. Ningún otro acicate obró en ello, tampoco ninguno específicamente cristiano. Me dejé llevar por una invitación, por la curiosidad, por el “a ver qué pasa”. Nada más. Y nada más que el camino diario, en su doble sentido, fue lo que tuvo lugar dentro del marco en el que me encontraba. No obstante tuvo que dejarme su particular impronta, pues no me explico de otro modo la honda emoción que siento cuando veo pasar a los peregrinos por detrás de mi casa prácticamente a diario, los que llegan por la vía de la plata, o los que me encuentro en la carretera a la ida o a la vuelta de Santiago, y no digamos ya los que son multitud en Compostela y se amontonan gozosamente en mis ojos. ¿Qué llevas, quién eres, peregrino, para que así me hables? Sí, la ruta jacobea en el mes de junio del 96 desde Pamplona a Santiago dejó en mí más de lo que yo alcanzo a ver.
A finales de junio llegamos por fin a la ciudad del Apóstol. Invite a A. a pasar unos días en mi casa. Surgió un flechazo entre él y M. Pero ésta es ya otra historia. Hoy A. sigue trabajando en el PSD, está casado con S. y tiene una hija, H., a la que adora.
2 comentarios:
No es la primera vez que oigo ese comentario sobre el Camino de Santiago, que la huella que te deja la descubres con los años, pero nunca lo oí tan bien contado. Y qué buen observador tu amigo A. que te entendió sin entenderte. Una historia preciosa.
Gracias, Cristina. Es lo que me gustaría hacer ahora, escribir "historias preciosas".
Un abrazo.
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