Vadeó la tarde como pudo. Se le había presentando vacía, hasta tediosa, y por primera vez le asustó no poder llenarla. No quería hacer nada pero tampoco sabía estar sin hacer nada. ¿Alguna solución de compromiso? De entrada sólo se le ocurrió andar durante una hora. No le gustaba hacerlo, pero las mil veces que, de boca de su psiquiatra y de sus hermanas, había escuchado el “tienes que hacer ejercicio”, lo coceaban ahora recriminándole su sedentarismo. Salió pues. A los setenta minutos estaba de vuelta. Notaba cierto bienestar pero, ante él, la tarde se le aparecía igualmente vacía. Seguía sin saber qué hacer, cómo manejar su no tener ganas de hacer nada. ¿Dónde estaba la experiencia para enfrentar esto, la sabiduría, el coraje? Dentro de él, en tales horas, desde luego que no. Finalmente, un tanto abrumado, se tumbó en la cama, arrebujándose debajo de una manta, que apretó contra sí para sentirse protegido. Fue presa de sentamientos negativos, de anticipaciones aciagas, y de una ligera somnolencia. A las nueve menos cinco sonó el despertador. Bajó a cenar y, al encontrarse con su madre y su hermano, sintió que todos los fantasmas habían pasado de largo.
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