Puestos en el contexto en el que estábamos, pudimos
reconocernos el uno al otro, mejor yo a él que él a mí, pero sólo un poco
mejor. O nada. Bueno, es igual. El caso es que, cumplido el trámite del mutuo
reconocimiento, dimos en hablar de esto mismo, de cómo unos somos más
reconocibles que otros a lo largo de los años: unos cambian mucho, otros
cambian un poco, otros no cambian nada. Apareció en ese momento X y ambos
coincidimos en que ella era el ejemplo de la persona que, encontrada veinte,
treinta o cuarenta años después, sería reconocida de inmediato: sus rasgos
principales siempre serían los mismos.
Yo sabía que él se había separado; no hice preguntas a este
respecto porque la confianza no daba para tanto. Le recordé que había estado en
la casa en la que habían vivido en Silleda cuando su hija mayor no era más que
una cría de dos años. La conversación siguió después su curso, sus giros;
llegamos a hablar de la muerte: “acaso no sea algo tan importante”, dijo él, a
lo que yo repliqué: “la muerte es algo muy importante”. Finalmente, la parte
del león se la llevó los hijos, su educación. Yo, que no los tengo, sólo pude hablar
de vistas y de oídas. Él me refirió que con su hija mayor, una chica diez,
había pasado por ser en el instituto el padre perfecto de una alumna ejemplar;
pasaron unos años, su segundo hijo fue todo lo contrario -llegaron a expulsarlo
dos meses en el instituto-, y las tornas se volvieron: había sido entonces el
padre imperfecto de un alumno problemático. “Se equivocaron con esa medida: era
lo que él buscaba, dos meses de vacaciones; de paso, tuve que aguantar el
comentario de un profesor gilipollas que insinuó que el castigo también me lo
estaban propinando a mí; me callé, para no levantar más polvareda de la que
había”.
No por ser de Perogrullo dejan sus verdades de ser verdades. Una de ellas es que, al cabo, uno puede decir que “ha vivido”; todos podemos decirlo. Y haber vivido es haber aprendido, haber crecido, haber madurado. X, tantos años después, no parecía un hombre infeliz.
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