sábado, 20 de septiembre de 2014

En el Paradiso

Estuve otra vez con Stefan y Cornelia en el Paradiso. Este bar, sito en la Rúa del Villar de Santiago, antes de ser de sus actuales dueños, fue de uno que vino de Cuba y se trajo consigo el título de la novela de Lezama Lima, Paradiso, con el que bautizó a su negocio. Es un bar pequeño, estrecho, sin luz exterior, con una decoración art noveau; grandes espejos, a modo de paneles, lo cubren, los cuales tienen unas “manchas” que parecen dibujos de países y que se consiguieron poniendo los espejos sobre una base de estaño a la que se le había echado sal; el efecto logrado es muy bonito, una “suciedad” decorativa que les sienta de perlas.
Fue idea de A., el actual dueño, y muy amigo de Stefan, el prepararnos merluza a la romana, en honor a mi “cholesterin” (colesterol en alemán; me hizo mucha gracia como sonaba, “colesterín”). Como en días anteriores había dicho que no podía comer esto, y eso y aquello, se había tomado la revancha y, ¡hala!, ¡menuda fuente de merluza, patatas y guisantes plantó en la mesa! Regada con un buen albariño, nos pusimos a ello. El problema es que, para hacerle los honores a plato tan dichoso y a su muy ilustre cocinera, S., la mujer de A., no podía quedar nada en la fuente. Venga pues otro poquito, y otro poquito, y otro poquito, hasta que no quedó nada. Lo pagaría el día después.
Vino después la hora de las brujas, es decir, la de la queimada. Apareció entonces Marc, un erasmus de Colonia al que habían conocido, y que se trajo otras dos erasmus germanas, más un cuarto colega; no se querían perder el evento. A. puso la cacerola de barro sobre el mostrador y le echó los materiales: aguardiente, azúcar, cortezas de naranja y de limón y granos de café. Después le prendió fuego y todos los ojos se clavaron en él. A. apagó un momento las luces del local para que fuera más visible. Marc contó que en Alemania hacían algo parecido con el ron. Cuando el aguardiente se pone oscuro significa que está quemado, listo pues para servirse. Stefan leyó el conjuro y las meigas quedaron conjuradas. Después nos lo sirvió S. en el correspondiente pocillo de barro y, ¡hmm!, qué rico estaba, muy bien quemado y con su justo punto de dulzor. Por si no hubiera habido bastante, apareció una tarta de zanahoria cubierta con un magnífico manto de coco.

“De grandes cenas están las sepulturas llenas”, decía mi padre. Me levanté al día siguiente con una prominente barriga, toda ella gas. A lo largo de la mañana fue saliendo, a su muy acostumbrada manera.

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