Me reuní con Emilio en Ciudad Rodrigo, a
donde había acudido con un amigo que iba a su vez a visitar a un amigo
mirobrigense; se presentó también otro amigo del amigo de Emilio, vecino de
Tordesillas. Los conocía a todos pues fueron compañeros míos en Salamanca.
“Estamos igual pero más mayores, ¿verdad?”, les dije, lo cual era cierto.
Rodando todos los cincuenta, unos por arriba y otros por abajo, no estábamos
todavía en edad de mostrar grandes deterioros ni estragos, sólo arrugas en las
comisuras de los ojos, canas en abundancia y algunos quilos de más en alguno de
los casos. Manteníamos nuestro genio y figura: lo que había cambiado es que
éramos más sabios, sabíamos más
acerca de la vida. Hay que ser muy cerril para que esto no ocurra. Me causó una
gran alegría volver a verlos, quince o veinte años después. Retroceder en el tiempo
hasta nuestra época salmantina fue inevitable y unos a otros nos lanzamos un
“¿qué fue de éste, qué fue de aquél?” Pero no hubo ni un atisbo de nostalgia,
sólo curiosidad. Estábamos todos muy en nuestro presente, cada uno en el de su
ínsita biografía, y así seguimos en nuestra estancia en Ciudad Rodrigo. Tenía
lugar la 17 edición de La feria de teatro
de Castilla y León y nos zampamos ocho funciones; visitamos la exposición
dedicada a los 800 años de la supuesta presencia de San Francisco en esta
ciudad salmantina; nos paseamos también por el originalísimo museo del orinal,
único en el mundo junto con otro que hay en Alemania; enfrente, la Catedral
ofrece una joya, su espléndido pórtico, y una curiosidad que no me resisto a
contar: en el coro, magnífico, una mano pícara talló un enorme falo; si se
sube al piso superior por la escalerilla izquierda, el que es diestro apoyará
la mano en él si quiere ayudarse a subirla, sin imaginar qué es lo que le está
sirviendo de apoyo; y es que si nadie te advierte de su presencia pasa
completamente desapercibido. Nosotros estábamos al tanto de su existencia
porque en una visita anterior, hace más de veinte años, el guía de entonces
quiso contárnoslo como quien cuenta un secreto; que nadie me pregunte por qué
merecimos estar al tanto de este secreto. Una vez que lo sabes se te agolpan
las preguntas: ¿quién lo esculpió: el maestro Rodrigo Alemán, uno de sus
obreros? ¿Y por qué: es una picardía, un conjuro, una sinvergüencería? En el
románico, los canecillos representaban a veces figuras obscenas. Jiménez Lozano
tenía una explicación para esto. ¿La tiene alguien para el falo del coro de la
catedral Santa María de Ciudad Rodrigo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario