La historia que cuenta la película La Venus de las pieles, de Roman Polanski, es interesantísima. Un
director hace una adaptación teatral de la novela homónima de Leopold von
Sacher-Masoch, “padre” del sadomasoquismo. Fuera de horario, a trompicones,
cuando el director está ya a punto de marchar, se presenta para hacer la prueba
una chica. Tiene el pelo mojado, el rímel de los ojos se le ha corrido,
protesta contra el mal día que lleva, y hace todo lo que puede para que el
director no se marche sin verla. Su insistencia acaba venciendo más
convenciendo a éste. Una vez situados sobre el escenario, las primeras palabras
de Vanda -tal es el nombre de la chica- representando su papel atrapan al
director. A partir de aquí comienza el juego dramático, en el que la
representación de la obra y las opiniones de ambos sobre la misma se van entremezclando,
mientras la frontera entre la realidad y la ficción se desdibuja cada vez más. Empezamos
a sospechar que Vanda está ejecutando un plan (no queda claro si premeditado o
no), apoyándose en el papel que representa, la mujer dominadora y sádica, hasta
culminarlo a la perfección: “castigar” al director y de paso a Leopold von
Sacher-Masoch por pretender un intolerable dominio sobre la mujer al
presentarla como un juguete en manos del varón, por más que parezca que no es
así. Vence a Masoch sirviéndose de Masoch, y
al director intercambiando con él los papeles de modo que él hace de
ella y ella de él en el tramo final de la película. Vanda, la Venus de las
pieles, se venga aquí en nombre de todas las mujeres.
Emmanuelle Seigner en el papel de Vanda está
sublime.
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