Uno no sabe muy
bien porque le gusta un personaje que en teoría no debería gustarle. Es lo que
me pasa (o me pasaba, hay que decir ahora) con Esperanza Aguirre. Llegaba un
equipo que acababa de ganar algún trofeo, le entregaba una camiseta y allá que
se la ponía ella, toda pancha, sin miedo al ridículo. Los políticos europeos
son todos demasiado envarados: no les vendría mal un poco de desparpajo, de
flexibilidad vodevilesca, de contagio populachero, dentro de determinados
contextos. A la presidenta de la Comunidad de Madrid no le faltaban estas habilidades.
Habrá quien diga que, al fin y al cabo política y por eso siempre con un ojo
puesto en la urna, lo hacía pensando en su rentabilidad electoral. Bueno, vale.
Y vestirse de chulapa en las fiestas de San Isidro, otro órdago a la seriedad.
Era listísima en el espacio escénico, que dominaba a la perfección, es decir en
el espacio de los medios de comunicación. Y esas pestañitas tan separadas, y
ese rímel, y esa sonrisa entre inocente y astuta. Ser experta en meter la pata no
le impedía soltar de cuando en cuando verdades como puños: la última, la petición
de que se revise a fondo el panorama autonómico español, insostenible en su
actual configuración.
Un país lleno
de Esperanzas Aguirre sería un absoluto desastre. Un país sin al menos una como
ella, sin ella, vaya, deja una plantilla política más aburrida, menos cómica.
Que le vaya bien Doña Esperanza, Señora Aguirre, Chulapa Insigne
de Madrid.
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