Me había echado a pasear casi sin darme cuenta por un camino
habitual. Tras de mí, una chica venía cantando maravillosamente en francés. Me
sobrepasó y yo la seguí hechizado, como uno de los ratones de Hamelín. Al poco
rato me vi en una colina habitada por un grupo de hippies en su peor versión, todos
fumados y casi borrachos, monstruos vivientes entre los que me sentí asustado.
Estábamos en lo alto de un acantilado y, sin saber cómo ni por qué, un enorme
tronco empezó a rodar hacia el mar llevándose a más de uno por delante. Junto
con los bañistas, se vieron entonces cadáveres flotantes, las víctimas del
árbol demencial. Creo que ayudé a sacar alguno del agua. Pero a estas alturas
mi temor no había desaparecido ni mucho menos. Y además no estaba solo; mi
hermana Lucía y alguien más me acompañaban. Había que marchar de allí sin
llamar la atención, disimuladamente, para que no pareciese que huíamos.
Estaríamos a salvo una vez que alcanzásemos las inmediaciones del pueblo. Una
chica reparó en nosotros y parecía que nos seguía; seguramente no albergaba
malas intenciones pero mi desconfianza no lo vio así. Por fin llegamos a una
calle del extrarradio, donde nos sentimos a salvo de la canalla.
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