Después de
cuarenta y seis años de vida sacerdotal en Puerto Rico vino, a sus setenta y
cuatro años, a pasar el resto de su vida entre nosotros. Pero no aguantó el
envite, nos cuenta en su carta, de los rigores del invierno, con su secuela de
rinitis, artritis y tortícolis, las largas tardes de soledad y aburrimiento en
su piso, las escaleras que, para acceder a él, un 2º sin ascensor, lo mataban, y
otros motivos.
Marchó diciendo
que volvería después de una estancia cuya duración no precisó. A mi tío Darío
le extrañó que llevara una maleta tan cargada de cosas. Su carta al fin reveló
que se quedaba en Puerto Rico. No se había despedido para evitar el alto coste
emocional que ello le hubiese supuesto y todas las explicaciones que habría tenido que dar.
Ahora entiendo su insistencia en que no saliera del grupo familiar la noticia
de su ida, que nosotros creímos que tendría vuelta. Frente a unos posibles
comentarios que lo tildasen de débil y voluble, arguyó su derecho, desde la
pausa de la reflexión y después de un año de vida aquí, a seguir su rumbo.
Nunca
percibimos su desánimo. Anunciaba su llegada a casa, como siempre, con su
típico silbido, y en la mesa nunca dejó de mostrarse contento, ocurrente y
pródigo en chistes.
A mi madre, la noticia de que no regresaría a España la
disgustó profundamente. “Mamá, ¿no crees que el montón de amigos y fieles que
tiene en Puerto Rico son, en cierto modo y después de más de cuarenta años de
vida allí, su verdadera familia?” “Sí, los hermanos, hermanas, madres, hijos
que, como dice el evangelio, serán la recompensa de los que dejan todo para seguir
a Jesús”.
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