Mis encuentros
amistosos son de a dos. Estoy con A, estoy con B, estoy con C, estoy con D,
estoy con E, estoy con F… (Casi) Nunca ocurre que esté con A y con D, o con B y
con E, o con C y con F, entre otras cosas porque mis amigos y amigas no son
amigos entre sí, lo que imposibilita un encuentro a tres, o a cuatro, no
olvidando además las dificultades geográficas. He de decir que echo de menos
muchas veces el triángulo, o ya puestos el cuadrilátero, por el juego que da lo
que nunca da el ménage à deux.
Se amplifica el diálogo, se reequilibran de otro modo los contrapesos, ciertos
temas suenan mejor si se cantan a tres voces. Donde digo tres podría decir
cuatro, o cinco, lo que determine la situación, vaya.
Lo viví con
plenitud el año pasado, cuando viaje a Camerún. Vino conmigo Ana, que no
conocía a Emilio. ¿Habría química, no la habría? Conociendo a los dos, estaba
seguro de que sí la habría. ¿Y la habría entre los tres? Sí la hubo, y
perfecta, lo que quizá, o sin quizá, constituyó para mí la mayor delicia del
viaje.
Toda mi vida eché de menos el grupo, una pandilla de
referencia, que funcionase como una pequeña familia sin otra ansia que el
disfrute de una amistad coral. Últimamente P. y A. me lo facilitan, cuando me
llaman y quedamos para ir al cine y a cenar. Supongo que el Padre y el Hijo
sabrán de lo que hablo, toda vez que sin el Espíritu algo -alguien- habría faltado.
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