En el tercer capítulo de la tercera temporada de The Wire, la tan alabada, y con razón, serie americana, hay una escena conmovedora. Un agente ha muerto y, cumpliendo la tradición, todos sus compañeros lo despiden en una taberna irlandesa. Lo han tendido sobre la mesa de billar, perfectamente trajeado. En una mano tiene una botella de whisky, en la otra un puro; lleva su insignia de detective; a sus pies, una foto suya con otros objetos personales. Uno de sus colegas se pone en pie sobre una silla y, sosteniendo en una mano un vaso de whisky, comienza a hablar del agente muerto. Todos lo escuchan y se reconocen en lo que dice; asienten con la cabeza, complacidos, sin tristeza; despiden al buen hijoputa de Cole, mientras suena de fondo una tonada irlandesa. Lo que recuerda del viejo Cole, sin mentiras (“somos policías, así que no hay mentiras entre nosotros”), es su vida acertada y equivocada, enderezada y maltrecha, sin incienso, desde el corazón:
-¿No era tan lamentable como cualquier otro triste hijoputa con placa de la policía de la ciudad de Baltimore?Completamente.Su mierda era tan débil como la nuestra, sin duda alguna.Pero Ray Cole se mantuvo con nosotros, con todos nosotros, en Baltimore, trabajando, compartiendo una esquina oscura del Experimento Americano.Ha sido llamado.Ha servido.Se le reconoce.¡Por el viejo Cole!-¡Por el viejo Cole!, gritan todos alzando el vaso que beben de un trago.
Y a continuación cantan The Body Of An American, una canción de tradición irlandesa.
Esto lo podría haber filmado el viejo John Ford, hijo también de la bella Éire, que ensalzó como nadie la fraternidad que une a los soldados, recios hombres cuya virilidad no ahoga el corazón sino que, con justa emoción, lo libera para apoyar al compañero, para despedirlo. “La guerra podrá ser absurda, decía Sábato, pero la fraternidad entre dos soldados en una trinchera es un absoluto”.
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