Es pavoroso sentir que tu fe no es mayor que la de un mosquito, el “bah” con el que, inesperadamente, descrees de la presencia paternal de Dios, la abstracción en la que envuelves el amor que se ha hecho carne, sangre y cruz, la crudeza de un Dios en verdad invisible cuyos caminos son tan bajos y humildes que uno tiene que doblarse y, con la cabeza gacha, seguir su rastro con ojos ciegos, evitando la tentación de retirarse y abjurar de toda luz.
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