Me dijo que Dorian, su nombre, no existía antes de que lo inventase Oscar Wilde en su Retrato de Dorian Gray. Era galés, y fuimos amigos durante los cuatro años que coincidimos en el Colegio Mayor de la Ponti (nombre familiar de la Universidad Pontificia), donde estudiaba al igual que yo teología, si bien en su caso con la intención de hacerse sacerdote. Se adivinaba por sus rasgos que no era español. Tenía la piel muy blanca, los ojos azules y una cabeza bastante redonda, en la que faltaba ya la mitad del pelo. Cuando alcanzaba algo de sobrepeso, dejaba de comer pan y patatas unos quince días y volvía a su cintura. A los 19 años se marchó a Francia, donde estuvo un año dando clases de inglés. Después a Egipto, donde permaneció tres años, viviendo también de sus clases. Aquí conoció a un franciscano que le abrió las puertas al catolicismo y le bautizó cuando tenía 23 años. A continuación fue Indonesia el país que lo acogió un largo tiempo, siendo el inglés lo que le siguió dando de comer. Si ahora hago recuento, resulta que hablaba galés, inglés, francés, árabe, indonesio y javanés. Y español, claro, a la perfección. “Y conozco cien palabras checas”, me dijo en una ocasión, aprendidas tal vez cuando trabajó como conductor del camión de una compañía de teatro, yendo y viniendo por los radios de Europa. “En ese mundo están todos locos”, y con sus locuras los dejó el día que decidió marcharse. Y por saber, sabía también tocar el piano y el arpa. Era él el que pulsaba las teclas del órgano en las misas del Hispano (uno de los nombres de nuestro Colegio Mayor). Si no recuerdo mal tenía una hermana que era soprano, no sé si en Gales o en otro punto de Gran Bretaña. También por allí vivía su madre.
Cada amistad tiene su intensidad, su tono, su punto de equilibrio. Tengo la impresión, que sólo entonces tuve a medias, que en punto a necesidad, más era la mía de él que la suya de mí. En cuantos a sus momentos, la ejercíamos sobre todo en el trayecto que hacíamos juntos desde el colegio hasta la biblioteca de la Ponti, después de la siesta, a las 15:45, y los viernes por la noche, cuando íbamos al cine. Ni su habitación ni la mía fueron casi nunca lugares de encuentro. Sus manos fueron las primeras que acogieron una veta de mi vida y el lugar no pudo ser mejor.
El 30 de junio de 1990, día que puso fin a mi estancia de siete años en Salamanca, nos despedimos en la estación de tren dándonos nuestro último abrazo. Poco supimos después ya el uno del otro, lo que cupo en no mucho más que dos cartas y dos llamadas en los siguientes dos años. Hace ya un tiempo quise saber de él y sólo E. P., de entre mis conocidos, podía tener alguna información. Le escribí y me la pasó, aunque insegura: le sonaba que podía estar en un monasterio de Estados Unidos. “Ya sabes que Dorian, cuando marchaba de un lugar, era de los que no dejan rastro”. ¿Lo sabía?
2 comentarios:
Qué bonito.
¿No sale en google? Con esa vida azarosa habrá dejado algún rastro en algún sitio, ¿verdad?
Curioso lo del nombre "Dorian": se ve que a sus padres les gustaba mucho la novela.
Pues no, no aparece en google. Ya quisiera yo que apareciera.
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