Simón, el hijo de Jonás, mostró su cualidad “pétrea”, sobre la cual es posible apoyarse, cuando contestó “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” a la pregunta de Jesús “¿Y vosotros, quien decís que soy yo?” (Mt 13, 15-16), y que llevó al Señor a constituirlo en “piedra” de su iglesia. Pero para mejorar tal condición Simón tenía que “des-petrificarse”, pasar la prueba de verse convertido en arenilla, de quedar pulverizado ante los ojos de Jesús. Tal cosa aconteció cuando, tras las preguntas que tres sucesivos interlocutores le dirigieron identificándole como seguidor del Maestro, el contestó negándolo las tres veces. Entonces cantó el gallo. La mirada de Jesús y la suya se cruzaron: al verse reconocido en su traición y al mismo tiempo inmensamente amado, Simón, el Pedro, quedó hecho Simón, el Polvo. Fueron sus lágrimas las que comenzaron a apelmazar la arenilla en que había quedado convertido, obra que remataría finalmente Jesús resucitado asegurándose, tras preguntárselo tres veces, de que él lo amaba más que los otros. Simón, el Polvo, volvía a ser, ahora sí, Simón, el Pedro.
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