El título de Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia, hizo fortuna. Es ya un lugar común. En cambio, una Historia universal de la justicia, ¿en qué portada lo leeremos, de qué labios lo escucharemos decir? ¿Cuántas veces se habrá hablado, y se seguirá hablando, del “sufrimiento sin fin”, de la “abismal miseria”, “del padecimiento inenarrable” que ha surcado y surca los caminos de la historia del género humano? La alegría, la dicha, o simplemente la paz, parecen no haber tenido la suerte de ser adjetivadas en los mismos términos e igual número de veces. ¿Dónde se oyeron expresiones tales como “el gozo sin fin”, “la felicidad abismal”, “la satisfacción inenarrable” surcando los caminos de la historia? En ningún sitio. ¿Por qué? ¿Porque no se dieron en la misma cantidad que los primeros? Pero, ¿quién sabría contestar en un sentido u otro? ¿Quién y cómo podría medirlo?
Aunque se diese el caso de que se llegase a saber que en la historia ha habido más actos justos que viles, más decencia que infamia, más dicha que desdicha, de que también hoy hay más de lo primero que de lo segundo, en nuestro ánimo la percepción de la cantidad de atrocidades y de dolor que ha habido y sigue habiendo siempre se impondría por encima de cualquier otra. Tiene que ser así porque, como dijo Ortega, “es la alegría la grande originalidad del hombre en el repertorio de la creación. El dolor no nos es peculiar”, y por no sernos “peculiar” sino muy extraño, muy ajeno a nuestra nativa condición, su presencia nos dejará siempre tan conturbados, tan perplejos, tan indignados que no sabremos pronunciarnos sobre él de otra manera que describiéndolo como “abismal, sin fin, inenarrable”.
Aunque se diese el caso de que se llegase a saber que en la historia ha habido más actos justos que viles, más decencia que infamia, más dicha que desdicha, de que también hoy hay más de lo primero que de lo segundo, en nuestro ánimo la percepción de la cantidad de atrocidades y de dolor que ha habido y sigue habiendo siempre se impondría por encima de cualquier otra. Tiene que ser así porque, como dijo Ortega, “es la alegría la grande originalidad del hombre en el repertorio de la creación. El dolor no nos es peculiar”, y por no sernos “peculiar” sino muy extraño, muy ajeno a nuestra nativa condición, su presencia nos dejará siempre tan conturbados, tan perplejos, tan indignados que no sabremos pronunciarnos sobre él de otra manera que describiéndolo como “abismal, sin fin, inenarrable”.
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