lunes, 14 de febrero de 2011

El único

Acaso el primer pecado de Lucifer fue la envidia. Vio que Dios era “el único” en su especie, que no había más dioses que Dios. En cambio él no era el único en su especie: había más ángeles. La envidia lo llevó a la soberbia: si no soy el único ángel, al igual que Dios es el único Dios, seré el mayor de los ángeles, el que se enfrente a su creador. Entonces, erguido contra Dios, cayó.
¿No habrá detrás de nuestras soberbias algo de esto? Si fuese así, allá en el fondo, nos agitaría el deseo de ser “el único” en nuestro género, a la manera en que solo puede serlo Dios. Por ser ello imposible, le encontraríamos remedio intentando aparecer ante nosotros mismos como “impares”, “distintos”, “valiosísimos”, “especiales”, ejemplar único de esa nueva “especie” que empezaría y terminaría en nosotros. Forzaríamos tanto nuestro “ser único” que alcanzaríamos a ser “el único”.
Pero una cosa es llegar y otra mantenerse. Quien a tal posición llegue y en ella quiera permanecer, tendrá que pasar por encima de todo aquello que niegue su “especialísima” cumbre, cosa que consigue, efectivamente, negando esa realidad que se opone a su pretensión, apartándose de ella, convirtiéndose, en fin, en “cumbre” solitaria: sólo podrá ser “único” al precio de estar “solo”, estar solo para ser “el solo”. La soberbia siempre es solitaria y la soberbia absoluta termina en soledad absoluta. Tal cosa es el infierno, lugar donde viven “los únicos”.

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