martes, 14 de diciembre de 2010

Y veréis el mar

Fue una de mis grandes amigas de la infancia. El 27 de octubre de 2009 un edema pulmonar se la llevó para siempre de modo repentino. Las circunstancias fueron especialmente dramáticas porque cuando se empezó a transmitir la noticia todos decían, decíamos, corrigiendo a nuestro informador, “no hombre, te equivocas, la que se habrá muerto es E.”. E. era su hermana, cuya muerte era cuestión de días debido a un tumor cerebral que se le había detectado hacía más de un año. Pero no. La muerta era ella, A., ¡A.! La consternación fue total en el pueblo. Casada con D., el que había sido su novio de toda la vida, tenía dos hijos. Mujer alegre, con gran sentido del humor, generosa, activa, pertenecía a una familia de nueve hermanos. No hacía tanto que, en un acto lúdico y campestre, me había sacado a bailar los típicos pasos de la muñeira. De niños habíamos sido medio novios. Los amigos de la infancia, aunque después no lo continúen siendo sensu stricto en la edad adulta, gozan de un estatuto especial, porque son eso, los de la infancia, asientos indelebles, figuras del origen, halos fundadores. Nadie ni nada logrará desbancarlos nunca. Esa tarde acudí al tanatorio con mis hermanas. Abrazamos a los que podían hacerlo, acariciamos a los petrificados por el shock. Al día siguiente tuvo lugar el funeral y entierro. Yo no pude acudir. Pasado un mes murió E.
Hace relativamente poco tiempo, un mes quizá, en que, por primera vez, empecé a pensar  en visitar su tumba. Ayer, cuando el sol ya se había ocultado y comenzaba a escasear la luz, me acerqué hasta el cementerio de la aldea en la que había vivido, muy cerca de Silleda, mi pueblo. En esta época sin flores, mi madre me dejó llevar las ramas del jarrón de la cocina, arrancadas de una enredadera de la huerta. En torno a una pequeña iglesia románica, fui pisando las tumbas a ras de suelo en busca de la suya. Al fin di con ella. Deposité el pequeño ramo y recé. No habían grabado su nombre y apellidos sino el pseudónimo por el que era conocida, un diminutivo del suyo propio. “Pensad en mí y veréis el mar”, se leía. Había anochecido.

2 comentarios:

Fernando dijo...

Nunca se supera la muerte de los amigos ni la de los hermanos, Suso, se supone que uno envejecería con ellos. Que mueran los padres y otros familiares mayores es un drama, pero entra dentro de lo previsible. Pero cuando lo hace gente de (aproximadamente) la edad de uno, queda para siempre un hueco. "¿Qué habría pensado A de esta película o de esta idea?, siempre discutíamos sobre cosas así."

Jesús dijo...

Bueno, en este caso no hubo tal drama. A. no era más que el recuerdo de una amistad infantil. Mi texto quizá dé a entender que representaba más de lo que realmente fue. Ya no era una amiga amiga, y por lo tanto, más que dolor, hubo estupefacción y nada más.