jueves, 22 de junio de 2017

Un largo etcétera (bajo el kiwi)


Terminado el libro, le envío estas letras que publico aquí con permiso del autor:

Querido Enrique:
Bajo el kiwi, he terminado de leer hace un rato Un largo etcétera. Tras la tensión-pasión de Un pábilo vacilante, sentí que la tercera entrega de tu diario-blogg bien pudiera titularse "Vuelta a la normalidad", o "Vuelta al valle" después de haber estado en la cumbre que es Un pábilo. Es un libro muy, muy sencillo, que casi no pesa, pues los niños pequeños, la una llamada Carmen, o Carmencita, y el otro Enrique, no pesan, y son ellos los protagonistas, o por lo menos los más protagonistas, de ULE, que es la puerta abierta al cuarto de sus vidas que tú nos brindas. En este sentido es el tuyo un libro muy poroso, aéreo, casi volátil. La cualidad transparente que tienen los niños, no cualesquiera niños sino estos niños que son tus hijos, impregna por completo tu libro. ¿Un casi-nada tu libro, un haiku alargado en el tiempo que dura seis años? Me gusta pensarlo así, y que leerlo haya sido como zamparse un sorbete de limón. Qué vivan los niños, qué vivan tus hijos, Carmen, o Carmencita, y Enrique.
Un fuerte abrazo.
Suso 

miércoles, 21 de junio de 2017

La pelota en las gallinas

Tras el primer “¡ring!” el segundo “¡ring!” no tarda nada en sonar. Quienquiera que sea tiene prisa, y mucha. Al empezar a bajar las escaleras, a través del cristal traslúcido adivino dos criaturas pequeñas. Antes de abrir la puerta, siento sus voces nerviosas. La abro y, ante mí, un pimpollito y una pimpollita se abalanzan a decir: “Caeu a pelota nas galiñas”. “É Suso”, le dice la pimpollita al pimpollito, o sea que los dos estudian en el CEIP donde trabajo, y me ha reconocido. Me enorgullece. Vamos pues los tres a por la pelota que, fuertemente lanzada y mal dirigida, ha volado por encima de la tapia y ha caído “nas galiñas”, y justamente es así, pues, habiendo más probabilidades de que cayera fuera del estrecho pasillo que es el gallinero, lo hizo sin embargo dentro de él. Como no nos conocen, las gallinas se ponen como locas a cacarear. Entro yo en su casa y recojo la pelota. Se la doy. La cogen. “¿Cómo se dice?” “Gracias”. Feliz misión cumplida.


Estos gallos son los amigos gallos
de las susodichas gallinas.

lunes, 12 de junio de 2017

C. 3

Sobre aquella remota vida mía con C. no tengo ningún recuerdo concreto, sólo, como ya dije dos entradas atrás, la de su cara de ratón bueno que ahora, sin embargo, más me parece la de un gatito. No me acordaba yo por tanto de que él y mi también amiga de la infancia y juventud, A., habían sido novietes. A. murió en el año 2009 pero C. me dijo que se había enterado no hace mucho. Además de para verme a mí, había venido a Silleda por lo tanto también para ver la tumba de A. Pero el encuentro con su prima R. no sólo limitó nuestro encuentro a una hora sino que le impidió igualmente acercarse al cementerio. Me dijo que el mes que viene lo planearía mejor, de modo que pudiésemos alargar nuestra conversación, visitar el lugar donde nuestra amiga está enterrada y también otros sitios que fueron escenario de aventuras y vivencias comunes.

Mi hermano Ramón había comido en casa y por eso, por la tarde, recibí un whatsapp de su mujer, Mude, en el que me pedía que le diera a C. de su parte un abrazo cariñoso. Tampoco de esta amistad entre mi cuñada y mi amigo guardaba yo ningún recuerdo. Poco a poco, en torno a él, como ondas expansivas, se van añadiendo circunstancias olvidadas por mí y que completan el cuadro en el que en principio sólo me veía a mí mismo con C..

viernes, 9 de junio de 2017

C. 2

Pepe, Lucía y yo estábamos resolviendo un asunto familiar que no admitía distracción ni dilación. Sonó el timbre, Pepe bajó, abrió la puerta y comenzó una conversación de la que Lucía pudo captar la palabra “C.”. “¡Es C. preguntando por ti! ¡Baja!”. Yo, con cera en mis oídos, no sentí esta palabra, sólo lo que Pepe le dijo al que había llamado: “Mira, ahora estamos ocupados con un asunto urgente. ¿Te importaría llamarlo un poco más tarde? Enseguida terminamos”. Cuando subió confirmó su identidad. Me levanté de un tirón, me asomé a la ventana y grité: “¡C.!”. Me lancé después escaleras abajo, salí a la calle y en pleno paso de cebra C. y yo nos fundimos en un abrazo. “Mira, ahora mismo no puedo quedar contigo. ¿Hasta qué hora andarás por aquí”. “Hasta las seis”. “Anda, entra que apunto tu número de teléfono”. Cuando estaba ya dentro de casa, en la cocina, y C. se acercaba por el pasillo, le dije a mi madre quién era. “Cómo, ¿el hijo de A.?”, exclamó sorprendida y alegre. Y también ellos dos se fundieron en un abrazo.

miércoles, 7 de junio de 2017

C.

El pasado sábado día 3 reapareció C. Me dijo que nos habíamos visto por última vez cuando rondábamos los dos los dieciséis años pero a mí me parece que esta fecha se remonta todavía más atrás en el tiempo. En cualquier caso, desde hace por lo menos treinta y cinco años no nos habíamos vuelto a ver.
C. era primo de unos vecinos amigos nuestros y durante algunos meses de septiembre en años sucesivos de nuestra infancia y primera adolescencia venía a pasar unos días a casa de estos primos suyos. Nos hicimos amigos, dentro de la pandilla más amplia que yo formaba con mis amigos y amigas de aquella época. Cuando dejó de venir, durante algunos años el único contacto que hubo entre nosotros fue la felicitación navideña que, con un escueto mensaje, yo recibía de él y él recibía de mí, si bien el contenido de la mía no era tan breve como el suyo.
Después, cada vez que sus hermanos A. y C. venían a Silleda a los entierros de los tíos y tías que se iban muriendo, yo sabía por ellos las nuevas de C.: “se fue a A., pues allí está nuestro hermano mayor”; “se casó”, “tuvo una niña”, y así. Supongo que él también fue sabiendo de mí a partir de lo que sobre mí yo les contaba a A. y C.
Nos citamos a las tres, después de comer, en el bar “A Pedra”. Ambos coincidimos en decir que, en un mero cruce con no más tiempo que una mirada fugaz, no nos hubiésemos reconocido. Sin embargo, en un bar, tras un inicial “esta cara me suena” y con tiempo para una mirada más que fugaz, acabaríamos con un “¡pero si tú eres C./Suso!” Me di cuenta de que, a grandes trazos, uno puede resumir su vida en un minuto señalando sus etapas esenciales y dando unas breves indicaciones. Es lo que hicimos los dos al comienzo de nuestra conversación. A medida que pasaba el tiempo, en su sonrisa adulta reconocía yo la sonrisa del C. infante y adolescente, su carita de ratón bueno.

sábado, 20 de mayo de 2017

Raros, raros

Mis sueños suelen ser raros, raros. El que ahora paso a relatar no abandona esta costumbre. Estoy en un puente y el río que fluye debajo, a unos treinta metros, tiene en unas zonas sitios hondos y en otras rocas. Viene un hombre, se lanza y acierta a caer en uno de los claros; le sigue otro y tiene la misma fortuna; el tercero por un pelo no, por lo que cae sobre una roca. Pero se libra no sé cómo de una muerte segura pues compruebo que se mueve. Ni siquiera está inconsciente. Más adelante, en otra sección del sueño, veo que sus amigos lo transportan en una camilla. En este río hay nudistas y textiles. Me acuerdo que he soñado en otras ocasiones con él. A sus playas fluviales se accede desde el puente por el que discurre la carretera nacional que desde mi pueblo conduce a Ourense y que termina en Madrid. En otro momento del sueño, estoy con un desconocido, un chico regordete que, intentando imitar la hazaña de los primeros, se tira desde una especie de muelle al único y estrecho espacio de agua que hay entre unas rocas y en el que sólo podrá entrar si se recoge sobre sí hasta convertirse en una pelota: lo logra. Pero este relato fluvial es sólo uno de los tres que componen mi sueño.
En el segundo, formo parte de un trío adolescente que, rasgando una guitarra, intenta componer una canción en el umbral de su casa. Nos parece que estamos consiguiendo algo bonito, y eso mismo debe sentir un grupo de chicos y chicas que, desde cierta distancia, comienza a acercarse quizá para felicitarnos. Nosotros tememos tan pronta e imprevista fama, por lo que entramos en nuestra casa. Desde las ventanas de las habitaciones de arriba, los espiamos mientras escuchamos sus vítores. Creo que, en un momento dado, vencemos nuestra timidez y nos asomamos para saludar a nuestros fans.
Y ahora viene el tercer y último capítulo. Su protagonista es Ángel, el que fue mi primer gran amigo en Salamanca (¡Qué pena, Ángel, que no me acuerde de tus apellidos! Te gugleaba pero ya para saber por dónde andas. Si no recuerdo mal, cursaste en Salamanca los dos primeros cursos de teología como seminarista de la diócesis de León -eras de Mansilla de las Mulas- y después los continuaste en Granada, donde ingresaste en no sé qué orden religiosa. Años más tarde supe que te habías casado). Un grupo -¿quién, por qué?- de hombres lo persigue. Descubren que está en nuestra casa, una especie de cueva con muchos conductos y cuévanos por los que escapar y esconderse. Y lo consigue, y yo me quedo sin saber en qué para todo el asunto.
Hay un cuarto capítulo, pero éste ya se lo contaré al señor Sigmund Freud, si Dios Nuestro Señor tiene a bien alojarnos en su cielo.

domingo, 14 de mayo de 2017

Éxito, exitus

Que sea el éxito un “exitus”, un salir de sí para triunfar en el otro, con el otro, con los otros. Que sea entonces el éxito salir de sí, dar de sí, darse.

viernes, 12 de mayo de 2017

La descrucifixión de Cristo

Estaría bien que el Gibson que no nos ahorró detalles sobre el sufrimiento de Jesús en su película La pasión no nos los ahorrase tampoco en una filmación de su descendimiento de la cruz. Que allí donde vimos la coronación de espinas, viésemos su “descoronación”; que donde vimos los clavos atravesando y desgarrando sus manos y sus pies, los viésemos también saliendo de ellos. Que donde, en definitiva, vimos a Jesús crucificado, lo viésemos después descrucificado, “salvado” de alguna manera y consolado por los que permanecieron con él hasta el final. El propio Mel Gibson podría ser un magnífico José de Arimatea.

jueves, 4 de mayo de 2017

Jeff Bridges

¿Cuándo conocí a Jeff Bridges? Imposible saberlo. Es otro de los actores que amo y, desde el primer momento, un amigo y ahora ya un viejo amigo. Hace unos días volvimos a vernos en Comanchería (2016) y por eso lo traigo hoy aquí. Dicen de él que es “un actor de raza” y yo me pregunto qué significa esto. ¿El que actúa por instinto frente al que actúa por método? ¿El que nace y se hace frente al que no nace y después se hace? No lo sé, pero en cualquier caso me gusta la expresión: “un actor de raza”. Sin tardar, acude a mi memoria La última película (1971), en la que Jeff tenía veintidós años y en la que formaba un precioso tándem crepuscular con Timothy Bottoms, y, muy rápido también, el último plano de Fat City, ciudad dorada (1972), donde lo veo acodado en la barra de un bar al lado de Stacy Keach. Después, el traedor de recuerdos pega un salto de veintiséis años y me pone ante El gran Lebowski (1998), de los hermanos Coen, en el que aparecía ya su versión barrigona y un tanto pasota y de la que algún rastro queda en la película por la que ganó el óscar al mejor actor, Crazy Heart (2009). Sigue matrimonialmente unido, desde 1977, a su primera y única mujer, Susan Geston, lo que hace que lo ame todavía más. Un tipo decente en toda su extensión: como hijo, como hermano, como marido, como padre, como amigo, como actor… Ojalá, Jeff, que no nos falte nunca gente como tú en el mundo del cine. 

martes, 2 de mayo de 2017

Los miserables

El musical Los miserables, de Tom Hooper, estaba en el furgón de cola de mi memoria para ser visto algún día. Éste llegó y compré el blu-ray, un formato de tan altísima calidad que le concede a las películas un tono hiperrealista que, en el caso de la que me ocupa, no me gustó nada, ni creo que me vaya a gustar nunca en ninguna otra película. Uno de mis intereses por el film gravitaba en torno a la presencia en él de actores a los que amo: Russell Crowe y Hugh Jackman, pero no fue suficiente para que dijese “sí, me gusta”. Al final me di cuenta de que sólo había visto un cuento hiperreal lleno de gorgoritos sin ninguna escena inolvidable. En su día, la lectura del novelón de Víctor Hugo fue todo un hito en mi vida como lector. Jean Valjean, Javert, Fantine, Cosette y Marius continúan siendo para mí criaturas legendarias en el sentido más noble y potente de la palabra. Años después, pude ver en un teatro de Madrid el musical basado en la novela. Estaba con mi amiga Sonia en el gallinero y éramos muy pocos los espectadores. Me gustó muchísimo y la única escena que a día de hoy retiene mi memoria es la de las barricadas.
Hace unos días mi hermana María me preguntó si tenía la novela. Me levanté y se la di. Se asustó al ver el tamaño del novelón y una letra tan pequeña. “¿Me enganchará?” “Creo que sí, pero te aconsejo que te saltes las partes históricas” (Me acordaba en ese momento del tedioso y larguísimo capítulo dedicado a los túneles y cloacas de París). Espero que le guste la novela tanto como me gustó a mí y que Jean Valjean permanezca para siempre en su recuerdo.

domingo, 30 de abril de 2017

Duerme y sé feliz

Estoy desarrollando nuevas estrategias para dormir bien, algo que me falta últimamente. He leído aquí y escuchado allí que uno debe irse a la cama en cuanto le entra el sueño. Hace unos días, por la noche, en torno a las diez, ya se me cerraban los ojos y decidí aplicarme el cuento. En realidad me apliqué tres porque además me tomé una manzanilla y me di una ducha caliente, cosas ambas de las que también oí decir que son buenas para conciliar el sueño. La cosa funcionó mejor de lo esperado. En las dos siguientes, cuando eran los once, si bien no tenía todavía mucho sueño, aplicándome otro cuento, esta vez el del vaso de leche caliente, la cosa tampoco fue del todo mal. A ver si, poco a poco, voy logrando un buen dormir: sin él no acaba uno de ser feliz.

lunes, 24 de abril de 2017

La desesperación de Judas

Un pecado no lava otro pecado por lo que la desesperación de Judas no lo redime de su traición. Pero aun así…

sábado, 22 de abril de 2017

Sampietro, Suárez

Mercedes Sampietro debiera haber sido nominada al premio a mejor actriz en la última edición de los premios Goya por su majestuosa interpretación en la película Las furias. A falta de ver la actuación de Penélope Cruz en La Reina de España, sería a ella a quien yo hubiese entregado mi voto, y otro también para su belleza: sale hermosísima en el film de Miguel del Arco, con un pelo blanco y reluciente que parece coronarla de gloria.
En Las furias actúa también Emma Suárez, que hizo doblete en los premios Goya de este año: mejor actriz principal y mejor actriz secundaria. Está estupenda, excepto cuando le sale el careto dramático-trágico, el mismo que utilizó en la película de Almodóvar, Julieta, y que le valió el antedicho premio a la mejor actriz principal. A ver si abandona estos mohines y la vemos en una película cómica, o de aventuras, o en una dramática, vale, pero en la que esté mejor dirigida. Yo amo a Emma Suárez, a cuyos pies, como a los de Mercedes Sampietro, me pongo.

jueves, 20 de abril de 2017

Y dale con el Purgatorio

Con el libro Retrato de Marta Robin, de Jean Guitton, se confirmó una vez más lo que ya comenté aquí en alguna ocasión: que Dios, a través de los libros, termina por aclararme cuestiones que han estado bullendo dentro de mí durante un tiempo, un tiempo que casi siempre se cuenta por años, dándole algún tipo de respuesta o solución. En este caso se trata del Purgatorio, palabra que me horroriza, como a Marta Robin (casi merece que la llame Marta Robin Hood, por esto y por otras muchas cosas maravillosas de su vida). Pero escuchémosla a ella: “No me gusta el término purgatorio; me hace pensar en las purgas que me daban de niña. El Purgatorio no es una purga. Es algo grande y serio, yo diría una cosa noble. Son sufrimientos, pero sufrimientos de amor, de verdadero amor, de puro amor (…) Se debiera llamar ‘purificatorio’ Todo debe ser purificado” (las cursivas son del autor). “Purificatorio” está mucho mejor, desde luego, pero sigue sin ser una palabra bonita, como lo es la palabra “Cielo”. Yo, para mi uso particular y en ocasiones no tan particular, echo mano de la expresión “cuarto de baño” cuando quiero referirme a él. Pero no es sólo la palabra distinta que propone Marta sino también lo que dice de ese “casi cielo” en el que están los que están siendo purificados. Y, páginas más adelante, lo que añade monsieur Guitton en un registro ya conceptual, filosófico y teológico es la guinda del pastel: “Había intentado concebir qué experiencia de la duración podía tener ‘un alma del purgatorio’, pensando que esta experiencia permitiría profundizar el misterio del tiempo. Aquél es un tiempo sin tiempo. Un progreso sin riesgo, una purificación sin tormento, un sufrimiento sin rebelión y, por tanto, un dolor junto con la dulzura; un tiempo sin riesgo, ni incertidumbre ni angustia, un tiempo sin avidez, en el que no cabe el pesar por el pasado ni el temor del futuro; un tiempo sin libertad de elección ni de caída, un tiempo sin más, el puro tiempo. Desaparecido ese lastre sombrío de lo que no volverá jamás (el pasado); sin aparecer el horizonte ambiguo del porvenir. Tiempo en el que cada parte desemboca en otra parte mejor por disminución del plazo, por acrecentamiento de una esperanza cierta” (las cursivas son del autor).

viernes, 14 de abril de 2017

Viernes Santo

"Marta (Marta Robin), que amaba tanto a los niños, juzgó crueles y nefastas las leyes votadas sobre 'la interrupción voluntaria del embarazo'. Era, no obstante, más severa con los legisladores que con las pobres mujeres desesperadas o traumatizadas.
Con solemnidad, con una grave certidumbre, que raramente encontré en ella, decía que los niños asesinados en el seno de su madre pedían en el otro mundo perdón a Dios para ellas. Porque a sus ojos, estos niños estaban en una situación análoga a la suya: la de víctima inocente y por lo mismo redentora.
Tal era el fondo de su espiritualidad: la solidaridad de las conciencias, la comunión de inocentes y culpables, la unión final de los verdugos y las víctimas. A sus ojos el niño privado de la vida por la desesperación de la madre, arrojado a la eternidad por su madre, salvaba a esta madre de su pecado. De lo profundo del mal brotaba un mayor bien.
Cuando leo la Divina Comedia, escribe Jean Guitton, me parece que falta en ella este grupo de niños inmolados por sus madres y que las redimen".

(Jean Guitton, Retrato de Marta Robin)

miércoles, 12 de abril de 2017

Khaled

El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki. ¿Por qué Khaled, que acaba de recibir una puñalada de un matón nacionalista, no espera en el trastero del garaje a que venga Wikström, el dueño del restaurante que le ha dado trabajo y conseguido una identidad falsa, para que lo auxilie? Cuando éste llega, encuentra todo colocado y sin más rastro de Khaled que unas gotas de sangre. En la escena siguiente, la hermana de nuestro protagonista, que había estado esperándole para ir a la gendarmería a solicitar asilo, decide acudir sin él. A la vuelta de una esquina se lo encuentra, con una mano sobre la herida abierta por el puñal, aunque no repara en ello. Él la abraza, la anima y le dice que tiene que ausentarse por un tiempo. Al final, vemos a Khaled tendido y con la cabeza apoyada en un árbol. Tiene un vendaje sobre la herida. ¿Es mortal, vivirá o morirá Khaled? La cámara nos muestra lo que está mirando, el puerto de descarga de mercancías. Fuma plácidamente; el perro del restaurante está con él, se acerca y lo lame. Khaled sonríe.

lunes, 10 de abril de 2017

Vacilaciones del sueño

No sé si despierto porque tengo ganas de ir al baño o si despierto y entonces tengo ganas de ir al baño. El caso es que son las cinco y media de la mañana y quisiera haber dormido una hora más. El despertador tocará a la siete menos diez. Decido, como otras veces, bajar a la sala, encender la tele, y, con el runrún de lo que proyecte el canal 24 horas, dejarme acunar en el sofá. Veo que no funciona como otras veces y decido hacer lo mismo pero ahora en la cocina, donde tampoco funciona. Mientras tanto el tiempo ha avanzado y son ya las seis y veinticinco. Decido volver a la cama donde, entretenido con no sé qué pensamientos, no tarda en tocar el despertador. ¡Bien! Pero ya es el tercer día que me levanto con el sueño demediado, y me da rabia, pues no estaré al vivo sino medio muerto el resto del día.
Con gran gusto, como siempre, me echo a dormir la siesta después de comer, pensando en que recuperaré las energías perdidas. Después de hora y media, toca el despertador y tengo que hacer un gran esfuerzo para no seguir en la cama. Cuando ya estoy en la butaca, estoy muerto de sueño y me persigue la tentación de seguir durmiendo. No tengo ganas de hacer nada, y lo único que hago es repasar la letra de la canción “Piano Man”, de Billy Joel, que Paul, mi amigo y profesor de inglés, me ha puesto como tarea esta semana. El intento de continuar la lectura de Filosofía zoom, de José Antonio Marina, me resulta imposible. Como en los días anteriores, llega mi hermano Pepe y abordamos el asunto que nos ocupa desde hace ya una buena temporada y que hoy tiene un capítulo nuevo, que me cuenta. Agradezco que haya venido. En vista de que sigo sin gana ni de tecla ni de libro, resuelvo ver otro capítulo de Iron Fist. Cuando termina, me duelen los ojos y apago el ordenador. Bajo a la cocina y ceno. Mi madre llega de misa. Cena ella también. Yo me tiendo en el banco y cierro los ojos hasta que mi madre apaga la tele. Rezamos, le preparo su manzanilla con miel, tomo un surmontil, subo, veo un capítulo más de la serie de Netflix y, vencido por el sueño, me voy a la cama y me duermo.
Al día siguiente, continúan los efectos del surmontil y me paso toda la mañana grogui. De una a dos, en el trabajo, hago un esfuerzo supremo para no caerme dormido. Grogui sigo durante la comida y grogui me dejo caer sobre la cama en la siesta. A las ocho, grogui voy a misa. Por eso, cuando salgo a leer, sólo caigo en la cuenta de que no he leído la lectura del día cuando, al final, me topo con un “Palabra del Señor” y no un “Palabra de Dios”. En efecto, he leído un evangelio. Xosé, el párroco, se acerca, yo sonrío, le comunico el incidente, busca la lectura que corresponde, pido disculpas al respetable y, ahora sí, no hay error. Yo, que acostumbro a estar siempre con los ojos cerrados durante las eucaristías para estar más centrado y recogido, me aprovecho de esto para seguir dormitando.

domingo, 2 de abril de 2017

La fe que mueve hombres

La fe no tiene que mover montañas, tiene que mover hombres. Esto es lo que me ha enseñado Hasta el último hombre, la impresionante película de Mel Gibson, que cuenta la historia real de Desmond Doss, un objetor de conciencia, Adventista del Séptimo Día, que se alistó como médico en el ejército norteamericano en la Segunda Guerra Mundial. Una vez que, en nombre de la Constitución americana, se le reconoció el derecho a no usar fusil para poder cumplir con su conciencia que le decía: “no matarás”, se le permitió ir con su batallón a Okinawa, Japón. En la batalla que se libró allí, una vez que en un primer embate los americanos tuvieron que batirse en retirada, cuando Desmond Doss arrastraba a un amigo herido que, al llegar al borde del desfiladero por donde tendrían que bajar por una escalera de cuerdas, se le murió entre sus manos, una frustración dolorosísima se apoderó de él y entonces le gritó a Dios: “¿Qué quieres de mí? No lo entiendo. No te oigo. Ayúdame, ayúdame, Señor”. Un grito de socorro que provenía del campo de batalla fue la respuesta. Todos se habían ido y se había quedado solo. Con astucia y fortaleza infinitas, sin tener que matar a ningún japonés, una vez que encontraba un compañero herido, lo arrastraba hasta el borde del precipicio, lo ataba con una cuerda y, utilizando como polea un recio poste de madera, lo dejaba caer hasta el fondo. Y después iba por otro, rogando en cada ocasión: “Por favor, Señor, ayúdame a conseguir uno más”. Y consiguió setenta y cinco, incluyendo dos japoneses que no sobrevivieron. Fue una gesta extraordinaria, magnífica, heroica, santa. Desmond Doss fue el primer objetor de conciencia en recibir la Medalla de Honor. Asistí a su hazaña derramando lágrimas. Es lo único que me hace llorar: la bondad, el heroísmo, la santidad, la fe que mueve hombres.

viernes, 31 de marzo de 2017

De padres e hijos

El tesoro, del director rumano Corneliu Porumboiu. A su hijo, que supo por la madre que su padre estaba buscando un tesoro, no habría de parecerle que éste fuera tal si no iba a encontrar en él collares, pulseras, diademas, monedas. Y es que el tesoro que él y su vecino habían encontrado consistía en unas acciones de la empresa de coches Mercedes emitidas el año 1969 y que les iban a proporcionar mucho dinero. Lo que hizo entonces el padre, una vez que cobró la parte que le correspondía, fue ir a una joyería y comprar un buen lote de joyas que después guardó en la caja de hierro que habían encontrado a más de dos metros bajo tierra y cuya apertura requirió la ayuda de un ladrón ducho en estas tareas. Después se fue al parque donde estaba su hijo jugando. Él y su esposa lo llamaron para que viniese a ver el tesoro; el resto de los niños y niñas acudieron también en tropel. Cuando el padre abrió la caja y a los ojos de todos apareció el tesoro, un “¡oh!” se expandió por el parque. Cada uno agarró lo que pudo para quedarse así con una parte de él.
Después de la tormenta, del director japonés Hirokazu Koreeda. No había sido un buen padre, quizá porque tampoco él lo había tenido y había heredado las inhábiles maneras del suyo propio. Su ex-mujer se lo reprochaba, y ahora que estaban divorciados, y dado que él siempre se retrasaba en el pago de la pensión, lo castigaba no permitiéndole ver a su hijo más que una vez al mes. Tras morir “el viejo”, cayó en la cuenta de su paternidad medio olvidada. No quería perder a su hijo, que estaba siendo cortejado por la pareja actual de su ex-mujer. “¿Tú volviste a ver a tu padre?”, le pregunta a su compañero de trabajo, hijo también de padres tempranamente divorciados. “Sí, cuando tenía veinte años lo volví a ver. Nunca olvidé las zapatillas deportivas que tanto quería y que me había regalado”. Un regalo, eso es, pensó entonces nuestro protagonista, un “memento” que obre en mi favor. Le compró también él las zapatillas deportivas que su hijo tanto quería, y unos boletos de lotería, a los que él era tan aficionado, como símbolo de una buena suerte futura.