Hace no sé cuantos años mi padre mandó
construir a un carpintero un escritorio y un silla a juego en madera de
castaño. Tienen la reciedumbre y la belleza de las cosas que hacían los
menestrales de antes. La silla es de espalda ancha, con apoyos para los brazos,
salomónicas las patas y los travesaños; años más tarde se almohadillaron su
respaldo y su asiento, lo que la hizo “habitable”; la utilice durante un
larguísimo tiempo para sentarme ante el ordenador y escribir; en los tiempos de
espera colgaba mi pierna izquierda sobre el apoyabrazos y me giraba hacia el
balcón, para ver y mirar. Un buen día decidí cambiar mi vieja hamaca de jardín,
en la que leía, por una butaca en condiciones, y de paso decidí también que
sería ella el asiento para mi escritura; el tiempo de espera, dado el cambio de
infraestructura, exigía un cambio postural; ahora, en un cojín que pongo sobre
la mesa, enfrente de la pantalla del ordenador, apoyo la frente y cierro los
ojos. ¿Y en qué ha afectado todo esto a mi contrato con las musas?
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