He soñado en los últimos meses dos veces con qué me iba de
crucero. El último fue muy dilatado en su argumento. El barco aportó en Argel.
Bajamos el grupo que íbamos juntos y yo enseguida tomé una foto, para reñir
inmediatamente a mi amiga X por hacerla ella también, cosa que retrasaría
nuestra visita, que no era de larga duración. Estábamos en un alto y la ciudad
se divisaba a no muy larga distancia. Cuando íbamos calle abajo, un argelino se
ofreció a guiarnos pero, oh problema, hablaba en alemán, por lo que no le entendimos
ni jota. Nos condujo hasta la casa de un sacerdote español. El acceso era harto
difícil pues el ascensor era un tubo en el que sólo cabía una persona: su
entrada estaba casi pegada al suelo de la acera, por lo que había que inclinarse,
introducirse en él, salvar un codo y dejar después que una fuerza te succionara
hacia arriba. Cuando ya estábamos en la sala todos juntos para iniciar la
charla con el sacerdote, yo les hago saber a mis colegas que tenemos que
volvernos pero ya porque el barco no tardará en zarpar. Allá que nos vamos
todos corriendo, con miedo de quedar en tierra y sabiendo la reprimenda que
recibiremos de, oh sorpresa, fray Paco, nuestro guía. Ya en el barco, que tuvo
a bien esperarnos, su mirada colérica nos traspasa a todos.
La salida del puerto de Argel está llena de curvas, timón a la derecha, timón a la izquierda, y dos malecones en forma de inmensas cadenas doradas flanquean su tramo final. Cuando ya estamos en alta mar, me percato de que me robaron el bolso en la capital de Argelia. Pobre de mí. Después me veo subiendo y bajando ascensores sin que acierte nunca a llegar a donde quiero ir, cruzando salas sin fin, preguntando a todo el mundo dónde están los sitios. El final es bonito: mi habitación está encima de la cabina de los pilotos, justo en la proa, y veo como el enorme buque rompe el mar camino de un lejano horizonte.
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