Ya no es consciente de los “¡ay!” que pronuncia cada vez que
tiene que doblar las rodillas. Acusan el trabajo de haber sostenido un cuerpo
alto y fuerte durante más de setenta años. Ahora tiene setenta y cuatro. Cuando
nos vimos en Madrid el pasado 6 de octubre observé con asombro cuanto había
disminuido la velocidad de su paso: andaba como un ancianito. Por lo demás,
está perfectamente, siendo él tan él. Un amigo le dijo en una ocasión: “De
mayor, serás objeto de peregrinación” “¿Y por qué te dijo eso?” “Por lo rarito
que soy”. En lo que va de año lleva escritas unas ciento cincuenta páginas
sobre El Dios que hay. “Tan embebido
me tiene que durante el verano no he leído nada”. Mientras caminábamos hacia
San Dámaso, junto con ¿Inés?, una monja muy joven que había sido alumna suya,
nos dijo, burlón: “No sé cómo no os planto y me vuelvo a casa para encerrarme
con El Dios que hay”. Me había
explicado meses atrás porque prefería hablar del “Dios que hay” y no del “Dios
que es”.
Alfonso, mi amigo Alfonso, con el ¡ay! y El Dios que hay.
No hay comentarios:
Publicar un comentario