Sobre la nieve y por una calle vacía se aleja, desolado, Mario (Marcello Mastroianni) en el final de Noches blancas, de Luchino Visconti, cuando un perro blanco, tan perdido como él, se le acerca en busca de un poco de cariño. Mario, sin nada que dar, le da lo que tiene, una caricia y un tácito “ven conmigo, perrito, y nos lamberemos el uno al otro nuestras pobres heridas”. A Umberto D. (Carlo Battisti), en Umberto D., de Vittorio de Sica, lo salvará de su intento de suicido su fiel Filke, su única compañía en este mundo, que le ladra con desesperación porque intuye lo que su amo va a hacer cuando el tren se acerque. Su ladrido desesperado es la vida que le llama y Umberto vuelve a ella, vuelve a Filke. Dos finales de cine, que no son nada al lado de los miles de casos reales que podrían ser contados por sus protagonistas, hombres y mujeres a los que sus perros salvaron cuando ya estaban al borde del abismo, los que los velan cuando, muertos, yacen en sus tumbas. En sus Prosas propicias, Luis Felipe Vivanco escribió que “el perro es el Hijo” (arrimo el ascua a mi sardina, porque el contexto de esta afirmación es diferente, aunque no tanto, del mío). ¿Ha de extrañarnos, viendo como son los perros, viendo lo que fue el Hijo?
2 comentarios:
Impresionante, Suso
¿Sabes que hay un poema de Francis Thompson titulado Hound of Heaven, (lo traducen como el sabueso de Dios) en el que habla de Dios siguiéndonos como un perro? He googleado un montón de veces buscándolo, pero no he dado con él.
Sólo por esto habría que tener un perro, ¿verdad?, o mejor, ser nosotros los que rastrean a Dios como un perro.
Sugerencia: ¿no prefieres decir "guglear" a "googlear"?
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