Me habían bloqueado la salida del garaje. Estaba bien clara la línea amarilla, pero el conductor, o la conductora, la había obviado. Sobraban sitios donde aparcar. Enfrente había un campo de fútbol, donde se jugaba un partido, y la zona se había llenado de coches. El propietario, o propietaria, del vehículo interceptor estaría en las gradas. A Dios gracias, en ese momento el partido había llegado a su fin y bastaba esperar un poco para que apareciera el dueño, o dueña. Ante mí se abrían dos posibilidades: 1) Esperar tranquilamente a que se presentara y, si acaso tardaba un poco, acercarme y dar con el conductor, o conductora para, con amabilidad, pedirle que retirara su coche. 2) Dejarme ganar por la impaciencia, entrar en el campo, pegar un berrido informando que había un coche rojo obstaculizando la salida del garaje, ver acercarse corriendo a una chica, perdonarle la vida con arrogancia por no haber llamado a la grúa, escuchar como decía “tranquilo hombre, perdón”, observar como una amiga, a veinte metros de distancia, me censuraba con la mirada y un “tranquilo, tío”, comérmela con la vista durante varios segundos con mis ojos dominantes puestos en los suyos, darme la vuelta con porte fiero y firme, subirme al coche y marchar.
¡Cómo embriaga el poder!
¡Cómo embriaga el poder!
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