En Funny Games, de Michael Haneke, dos jóvenes se dedican a jugar, a divertirse, como el título indica, ejerciendo el mal de forma pura y gratuita, endemoniada en definitiva. Ninguna otra película me mostró con tan insoportable verismo lo “divertido” que puede ser jugar a ser malo. La gamberrada se convierte en la forma suprema de ejercer el mal y el mal en el argumento supremo del gamberro. Aterrorizar, matar divirtiéndose, hallando placer en ello, es uno de los modos de la perversidad extrema, o el modo sin más. No sé si hay más iniquidad aquí o en la práctica del mal con indiferencia, sin prestar atención, la del mafioso de turno que dice “matadlo” casi sin enterarse pues está a otra cosa, su partida de póker. En el primer caso la víctima vale como juguete, en el segundo ni eso. Da escalofríos asomarse a estos abismos.
(Añado, como nota personal, que ninguna otra película me causó tanta tensión psicológica, me lo hizo pasar tan mal como ésta. Juré no volver a verla. El placer del cine se trocó aquí en pura tortura).
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